VIDAS EJEMPLARES
EN LA BURBUJA
A muchos políticos les falta roce con la vida de a pie, oler un poco a bar y a metro
VIVÍAMOS todavía en «Los mundos de Yupi», ajenos a que se fraguaba una crisis de caballo por la que todavía nos arrastramos. En una capital de provincia norteña asistí a una comida con el alcalde local, que era socialista, y con algunos concejales de su grupo. Al salir, reparamos perplejos en que había cuatro berlinas Audi aguardando a los ediles, cada una con su preceptivo chófer. Aquello parecía una cumbre del G-8 en Davos, en lugar de una charla provinciana con el regidor de una urbe mediana y sus concejales de fiestas, obras y jardines.
El coche y el escolta. Las secretarias, los jefes de prensa aduladores, los bolos televisivos. Los reservados conspirológicos de los restaurantes caros, el pasteleo con los periodistas –que en general somos también bastante jabonosos– y una agenda inhumana. Esa es la burbuja que circunda a los políticos de primera línea de poder y que va sumiendo a muchos en una realidad paralela. Cuando llega el fin de semana y pueden darse por fin un baño de calle, se ven atrapados por las obligaciones del partido. Si logran juntar dos días libres, huyen como galgos a cargar baterías a un hotel discreto y con burbujas, o se bunkerizan en sus casas. Solo así se entienden declaraciones tan distanciadas del pulso de la vida española como las de la secretaria general del PP, que ha dicho que su partido ya ha hecho todo lo que podía contra la corrupción. ¿Con quién hablan? ¿No tienen parientes, amigos o hijos que pisan las aceras? ¿Cómo se puede hacer gala de tan baja empatía con la ciudadanía, empezando por la que vota al Partido Popular, que también reclama una mano de estropajo?
El Rey Felipe, que ahora mismo goza de un nivel de popularidad demoscópica extraordinario, se distinguió en su día por plantarse contra el buscón que hizo negocios turbios al cobijo del prestigio de su familia. Hace dos días, hubo de pasar por el desdoro protocolario de tener que saludar a la alcaldesa de Alicante en una cita empresarial. La regidora está acusada de cinco delitos en dos causas diferentes. Existen indicios firmes de que manipuló el plan general urbanístico al servicio de los intereses de un constructor. ¿Qué hace todavía ahí? ¿No se puede hacer más? A la gente del común ningún Correa le planta un Jaguar en el garaje ni le paga las fiestas de cumpleaños de sus hijos. ¿En qué familia española de la vida real aparece un coche caro en casa y nadie pregunta de dónde ha salido? «Uy, Manolo, si tenemos aquí un Jaguar, mira tú que bien». Dicho de otro modo: ¿Por qué no existe el reflejo ético de invitar a esa ministra, desautorizada además en su labor, a una retirada digna? ¿No se puede hacer más? ¿No cabe elevar el listón moral, o renovar a quienes abonaron un lodazal mientras levitaban por la moqueta pública como si estuviesen plantando rosas?
Lo mismo reza para el líder de la UGT, organización que cobija a cleptómanos portentosos de Asturias a Sevilla. O para la presidenta de la Junta de Andalucía, que con todo su remango no ha tomado una sola iniciativa seria de motu propio para enjugar el escándalo ERE. O para Sánchez, el de las grandes lecciones y la camisa blanca, que ahí sigue sentado junto a las levitas hediondas de Chaves y Griñán.
Hablen con sus padres, o sus tíos, que alguno habrá que viaje en autobús y tenga familiares en el paro. Arriésguense a un café en un bar de barrio, o a subirse al metro. Aparquen el coche, denle día libre al chófer y caminen. Huelan la vida. Y luego seguro que se les ocurre algo.