CAMBIO DE GUARDIA
BERLÍN, SENTIDO ÚNICO
Cuando llegué a Berlín, a inicios de noviembre de 1989, el muro aún no había caído. No del todo. Pero era ya arqueología
EL siglo XX terminó hace 25 años. Un 9 de noviembre. En un malentendido. Una trivial rueda de prensa. Un alto funcionario que, tal vez, se equivoca. Tal vez, no: eso no está muy claro. Berlín Este, 18 h. 57 m.: Günter Schabowski, secretario para la información del Comité Central, lee en tono menor un comunicado gubernamental que habla de atenuar trámites para viajar al extranjero. En realidad, no es aún más que un proyecto, pero o bien el portavoz no se ha enterado o ha decidido no enterarse o alguien ha decidido que haga como que no se entera. La comparecencia es transmitida en directo por la televisión de Honecker. Un periodista pregunta: «¿Cuándo entra esto en vigor?». Sin el menor énfasis, casi displicente, Schabowski responde: «Que yo sepa, de inmediato». De inmediato, decenas de miles de berlineses orientales se abalanzan hacia los pasos fronterizos. No hay puertas suficientes para esa marea. Entonces, nuevas puertas son abiertas en el muro. A golpe de pico y maza. Tuve el asombroso privilegio de ver eso. Esta semana va a hacer 25 años. Cuando acabó el siglo XX. Siglo corto y mortífero, escribió Hobsbawn, el más perspicaz de sus historiadores. Ese siglo que, en el vértigo que va de 1914 a 1989, mató más, oprimió más, envileció más que los largos milenios que lo precedieron.
Viajé hasta allí. Fue un azar: no había ningún otro a mano en el periódico para el cual yo escribía. Yo no sabía entonces una palabra de periodismo. Pero había pasado un curso de verano estudiando alemán en Berlín Oriental diez años antes. Poco tiempo: un mes apenas. Lo bastante, sin embargo, para reconocer lo que había leído en el 1984 de Orwell: la sociedad transparente, donde todo se consuma ante la vista del Estado. Después de aquel verano del 79, mi interés por la política decayó mucho. Ver cada día en cada espacio de cada lugar, público o privado, supermercado o biblioteca, cafetería o hall de hotel, la misma foto retocada de Erich Honecker sonriendo en colorines, es algo que te cura las últimas ensoñaciones de égloga socialista. Aquello era el infierno y punto. Yo, que había sido clandestino del antifranquismo desde crío, estaba en condiciones de poder decirlo. Nadie quiso escucharme. En 1979, el mundo era fantasiosamente dual. Y fantasiosamente milenarista. Y austeramente idiota.
Cuando llegué a Berlín, a inicios de noviembre de 1989, el muro aún no había caído. No del todo. Pero era ya arqueología. Agujereado por sorpresa, bastaron unas horas para mutar el paredón invulnerable que yo conocí en parque temático. Los primeros avispados empezaban a llevarse cachos lo bastante estéticos para venderlos a razonable precio a los turistas. Yo, con un pedrusco, arranqué unos cuantos pedacitos para repartir entre los amigos a mi vuelta. Pero, a falta del instrumental de zapa adecuado, aquello se deshacía al romperlo en una arena gris de grueso grano sucio. Se deshacía. En grano sucio y gris. Igual que nuestro mundo. Igual que, en él, nosotros.
No he retornado luego.