Los exámenes
Hace unos días contemplaba a uno de mis nietos que estudiaba con avidez porque, según me dijo, en unos días tenía el examen de una determinada asignatura. Al principio tuve el impulso, lógico de abuelo, de darle algunos consejos, pero él —quizás adivinándolo— se anticipó y continuó diciendo que no le preocupaba demasiado porque lo tenía ya casi preparado.
Al llegar a mi casa me vino al pensamiento este episodio familiar y, como la mente nunca está en reposo, estuve reflexionando acerca de la palabra examen. Esta palabra, como casi todas las de nuestra rica lengua, tiene más de una acepción en el Diccionario de la Real Academia Española. La primera, «Indagación y estudio que se hace acerca de las cualidades y circunstancias de una cosa o de un hecho». La segunda, «Prueba que se hace de la idoneidad de una persona para el ejercicio y profesión de una facultad, oficio o ministerio, o para comprobar o demostrar el aprovechamiento en los estudios». Si analizamos minuciosamente ambas acepciones podemos llegar facilmente a la conclusión de que el ser humano, desde que nace hasta que muere, vive en un permanente examen. De hecho nuestra vida nos obliga a ser alternativamente examinadores o examinandos.
Creo que, interiorizando todo lo anteriormente expresado, comprenderemos mejor ciertas actitudes en las demás personas y en nosotros mismos. E, incluso, respetaremos más las opiniones de los demás. Como colofón quiero resaltar que —para los creyentes— los exámenes no terminan aquí. Al respecto, traigo a colación parte de la letra de una canción de Cesáreo Gabarain que dice: «Al atardecer de la vida nos examinarán del amor».