Artur Mas, a las puertas del fracaso
Con una visión limpia de prejuicios negativos, partiendo de la experiencia personal en situaciones nada fáciles, la opinión que merecen los catalanes, una vez que se les trata de cerca, permite destacar su incapacidad para romper una negociación por difícil que sea. Semejante cualidad, poco frecuente como se comprueba cada día en innumerables ocasiones, va unida a la amabilidad en el trato, la cortesía y una defensa férrea de sus intereses, aspectos todos ellos que se descuidan en muchos lugares disfrazándolos de franqueza y desinterés. Este carácter, que generalizo sabiendo que no puede extenderse a la generalidad, sale a la superficie sin ninguna dificultad y por lo tanto se aprecia con rapidez si no se está al acecho de pequeñeces que dinamitan cualquier reunión. La tranquilidad que otorga saber que el interlocutor tiene tanto interés como tú en llegar a un acuerdo, porque ambos conocen los límites y hasta ellos se pretende llegar, es el resultado de una actitud ante la vida y de una educación en la que el respeto juega un papel decisivo.
El presidente de Cataluña se ha convertido, si no lo era todavía, en un personaje bronco y desagradable, en las antípodas de sus paisanos. Una soberbia sin sentido le acompaña, sin dejar que un momento de lucidez deje ver en él a un catalán más, una persona seria, fiable y con las ideas claras, que conoce dónde está el precipicio y se aleja de él, aunque, en su caso, ya siempre acompañado del deshonor.