EL NORTE DEL SUR

LAS FLORES SIN NOMBRE

RAFAEL ÁNGEL AGUILAR SÁNCHEZ

Cuántas historias saldrían de los ramos que cuelgan de las lápidas y ni la familia del difunto sabe quién los puso

ENTRE todos los secretos que guarda el cementerio el más enigmático no tiene que ver con los muertos sino con los vivos. Los veladores invasivos de la avenida de Barcelona apenas han dejado de hacer ese ruido tan cívico y tan edificante cuando entre la plaza de la réplica de la fuente de Canaletas y los primeros bloques del polígono de la Fuensanta —sí, la Fuensanta también se llamó polígono cuando empezó a construirse— habita el silencio de la primera luz de la mañana que despunta pero que no despierta a nadie. Hay lápidas con inscripciones que nadie es capaz de descifrar. Iniciales de nombres compuestos imposibles de combinar. Parejas fotografiadas en blanco y negro, ellos con sus trajes de gente humilde, ellas con sus moños y sus collares de los domingos. Retratos en sepia pero en sepia de verdad, la de los marcos mínimos de plástico baratos expuestos al sol de los mediodías de agosto y a las noches de diciembre y enero. Leyendas esculpidas sin ninguna pretensión retórica y otras que le sacan punta a la tensión sentimental del trance. «Abuelo, tu familia nunca te olvidará». «Mamá, el mundo es desde tu falta un poco peor. Tu ejemplo nos acompañará por los siglos de los siglos».

Abren los comercios de La Viñuela, las aceras se llenan de cajas de fruta, de verdura, de alpiste para los pájaros domésticos, de ramos de margaritas silvestres, de libros de segunda mano, de zapatos de ocasión, de carteles de trajes de novios, que no de novias, «porque ellos también se casan», aclara el rótulo del panel. Abren también las floristerías, ésas que están frente por frente a la puerta principal del cementerio, frente por frente al rellano que hay tras la verja y que es como la antesala del dolor. Allí es donde se saludan los deudos, donde se quitan las gafas de sol cuando acaba el funeral, donde empiezan a fumar y donde deciden a qué taberna hay que ir ahogar la pena porque quien va a un entierro y no bebe vino el suyo viene de camino.

Comprarle una flor a un muerto es como sentarse a su lado a esperar a que hable y que diga lo que no le dio tiempo a decir mientras vivía. Como revelarse con la evidencia de que los seres humanos tienen que morir un día igual que hay un día en el que nacen. Las flores dicen cosas aunque no se sepa quién las dice. Lo cuenta una película que acaba de estrenarse en el cine y que se titula «Loreak»: la historia está construida a partir de una serie de ramos de flores que aparecen en la vida de varios personajes sin que sus receptores sepan de dónde proceden, quién se los envía. «Lo que nosotros queríamos era contar la historia de tres mujeres, de tres vidas alteradas por la mera presencia de unas flores», declararon hace dos noches sus directores en el programa de televisión «Días de Cine». Cuántas historias saldrían de las flores que cuelgan de las lápidas y ni la familia del difunto sabe quién las colocó.

LAS FLORES SIN NOMBRE

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