VERSO SUELTO
TODOS LOS SANTOS
Desde que oyeron que había cosas raras en un centro de salud esperaban aquella medianoche
LLEGARON entre risas histéricas y achispadas, y las carcajadas y sonidos guturales y las interjecciones apenas podían ocultar los nervios y el miedo. En realidad los chillidos eran su forma de expresarlos, porque quien vive acostumbrado a las abreviaturas, las convenciones extrañas de signos, las muletillas y los emoticonos termina por no ser capaz de expresar en su lengua materna lo que tiene dentro. A aquellas horas, cuando las manecillas iban buscando la medianoche más como una amenaza que como la consecuencia inevitable del paso del tiempo, las pinturas ya estaban un poco descoloridas y el rímel de las pestañas, combinado con las lágrimas de tantas horas de chistes fáciles festejados, ya empezaba a ser el testimonio de una decadencia. Así quedaba mejor, más terrorífico.
Hacía un mes que esperaban aquella noche, justo desde que vieron en la tele que en un centro de salud de Córdoba había golpes raros, grifos que se abrían solos, cosas que les parecieron espeluznantes y que enseguida comentaron por whatssap mientras imaginaban una aventura como de película al alcance de sus manos. Les creció el hambre leyendo por internet más historias, testimonios de gente que no podía explicar lo que pasaba, que insistía en que había una niña que pedía que la sacaran de allí y una mujer esperando su turno en el médico a deshoras, y que se desvanecía como polvo en el aire cuando alguien se acercaba.
De camino pararon en casa de uno de ellos y aprovecharon que los padres no estaban para tomarse otra copa y cargar los móviles. No podía ser que cuando lo tuvieran todo delante no lo pudiesen grabar. Hicieron el camino entre risas, liaron algún cigarro más de hachís y todavía tuvieron humor, cinco como eran, para intentar asustar a personas mayores que volvían a casa, con los maquillajes pálidos de colmillos, la sangre grotesca en la cara y el rostro medio quemado de algún personaje de un cine que ya estaba antiguo. Era víspera de festivo, el día de Todos los Santos estaba a punto de doblar el cabo y todo estaba en calma. Las luces se iban apagando en los pisos y los solares vacíos les parecían eternos como praderas, como si hubieran pasado a otra ciudad distinta. Se hicieron la última foto y buscaron un hueco para colarse en el edificio. Esperaron en un cuarto de baño y se tapaban con la boca las risas nerviosas para que no los descubrieran.
No conocían la prisa en sus vidas de poco más de veinte años y pocos estudios, con algunos trabajos ocasionales que apenas les daban para unas cuantas juergas y ninguna preocupación. La medianoche les sorprendió dando tragos a una petaca y al poco oyeron unos pasos con un ritmo que les pareció raro. El pasillo estaba a oscuras, pero vieron la silueta diminuta en un camisón etéreo y los ojos que brillaban con un raro tono amarillo. Una de las chicas intentó chillar, pero el más valiente le tapó la boca y se puso a grabar. La tomaron llegando y desapareciendo, y también con las lágrimas de miedo de uno de ellos. Les sobresaltaron unos cuantos portazos, vieron una sombra y volvieron los pasos. Al darse la vuelta tenían los ojos brillantes pegados a la espalda y rompieron a correr por instinto, y no pararon hasta la calle. Calmaron el susto y las risas nerviosas bebiendo y se quedaron dormidos con un sueño pesado trufado de pesadillas que no pudieron recordar. Nadie les iba a creer cuando les contaran que despertaron con ropa de calle y sin maquillaje, nadie pudo ver los vídeos ni las fotos porque desaparecieron de los teléfonos. A la noche siguiente, el único que había tocado a aquella figura mínima se estremeció en su cama al ver que tenía las uñas amarillas.