DEMASIADO TARDE PARA CASI TODO

Los gobernados han perdido la confianza en sus gobernantes, lo cual quiebra de raíz la democracia

PASÓ la hora de pedir perdón por haber puesto tanto dinero y poder en manos equivocadas. También llegan a destiempo las caras contritas y no digamos los reproches encendidos al adversario, como si la corrupción sistémica que aflora de esa cloaca antes llamada Administración Pública española tuviese color o ideología política. Las palabras se quedan muy cortas ante la magnitud de estos escándalos, a cual más hiriente para una población empobrecida, condenada al paro o la precariedad y abrumada a impuestos confiscatorios. Es demasiado tarde para los golpes de pecho o las cabezas de turco. Demasiado tarde para pactos contra natura destinados a taparse mutuamente las vergüenzas a costa de arrojar por la borda principios convertidos en lastre. Demasiado tarde para maniobras de prestidigitador demoscópico y teorías del «mal menor». Es demasiado tarde para casi todo, toda vez que los gobernados han perdido la confianza en sus gobernantes, lo cual quiebra de raíz la viga maestra que sustenta la techumbre de nuestra democracia. Han incumplido el contrato y destruido el hechizo. Nos han dejado a la intemperie frente al chaparrón de populismo que triunfa en la televisión escondiendo su pelaje totalitario bajo el suave manto de la «regeneración».

El sistema ha entrado en barrena, esa es la verdad. Vamos directos al abismo, pero no porque falle la nave democrática, sino porque los pilotos han faltado gravemente a su deber de controlarla, mientras nosotros, los pasajeros, cometíamos el error de delegar ciegamente en ellos esa responsabilidad. Ahora no hay parches capaces de tapar las vías de agua y evitar el hundimiento, si no es mediante un golpe radical de timón sumado a un cambio de timoneles. De todos los implicados en esta etapa sombría.

No queda otra alternativa que la reinvención del modelo, salvando lo mucho que merece ser salvado (libertad, empezando por la de opinión y expresión; pluralismo, igualdad de oportunidades, economía de mercado, apuesta firme por la Unión Europea, etcétera) y sustituyendo las piezas dañadas. Urge limpiar los partidos por dentro, desterrando los «dedazos» y los aparatos, apelando a la meritocracia e impulsando políticas de austeridad que corten de una vez por todas unos gastos tan insostenibles como innecesarios para el ciudadano, que conducen irremediablemente a la financiación ilegal, las comisiones cargadas a las contratas públicas y las cuentas opacas en Suiza. Urge reformar la ley electoral con el fin de acercar el elegido al elector y obligarle a rendir cuentas directamente a quien le ha votado y le paga el sueldo; no a un oscuro «aparatchik» cuya única exigencia es la obediencia perruna. Urge podar sin misericordia la Administración y establecer en su interior barreras infranqueables para los corruptos. Urge devolver a la Justicia la independencia que le robaron, endurecer la legislación que castiga los delitos de guante blanco y poner fin a la impunidad vigente hasta el momento. Urge establecer requisitos más duros para acceder a un cargo público; por ejemplo, acreditar experiencia en un puesto de trabajo ajeno a la política y sus enchufes. Urge bajar la presión fiscal al mismo tiempo que se persigue el fraude, con mayor ahínco cuanto mayor sea la capacidad de defraudar; es decir, justo al revés de lo que se ha hecho siempre.

Parafraseando a Lampedusa, es indispensable recuperar la esencia de todo lo que fue o debió ser a fin de que nada sea igual, porque en caso de no hacerlo corremos el riesgo seguro de que venga un «salvapatrias» a dejarnos irreconocibles. El contador ya ha echado a andar. Es demasiado tarde, me temo, para llevar a cabo esas reformas antes de las elecciones. Solo cabe perfilarlas con honestidad y buscar voces limpias, voces nuevas, ajenas a la mentira, armadas de conviciones, dispuestas a pelear para salvar lo salvable.