EL RECUADRO

EL GORRÓN DE TABACO

ANTONIO BURGOS

Desconfíen del «¿me das un cigarrito?». Falso cuanto dicen. No lo están dejando. Están dejando... de comprar tabaco

ENTRE tontos y gorrones nos estamos permitiendo aquí el lujo, oxigenante lujo, de librarnos de ratos, gúrteles, bárcenas, cursos de formación, puyoles con siete niños de Écija, Eres y otras mangancias patrias. A las que se añade, por si faltara algo, el coñazo de los separatistas dando por saco con el 9-N. Fecha en que los amantes de la libertad vamos a celebrar el aniversario de algo realmente importante: la caída del Muro de Berlín, símbolo del fin del comunismo. Por eso, querido lector, agradezco las sugerencias y voces del tendido que me llegan hasta este ruedo, en el que muchos días, y hoy es uno de ellos, no escribo artículos, sino bocanadas de aire fresco para quienes están hasta el moño de tanta política.

Me anima un lector a que continúe la Galería de Gorrones con el Gorrón de Tabaco. Es el que fuma a costa de los demás con el pretexto de que se está quitando del tabaco. El que de pronto suelta:

—¿Tenéis un cigarrito? Es que lo estoy dejando...

Desconfíen absolutamente de estos gorrones del «¿me das un cigarrito?». Falso de toda falsedad cuanto dicen. No lo están dejando. Están dejando... de comprar tabaco, que es muy distinto, y fuman a costa de los demás. Lo están dejando, sí, pero contemplado desde otro punto de vista: están dejando de gastarse un duro en Winston o Ducados. Fuman absolutamente de gorra.

Pero son amables sablazos de tabaco. Para ello deben de verte cara de fumador. Yo, que dejé mis celtas hace trienos, ya no debo de tenerla, porque no me pegan sablazos de tabaco por la cara: por la cara de fumador que te ven. Que me los han dado hasta egregios y regios. Cuando en Estados Unidos fumar no era sinónimo de baja estofa, estaba yo un verano en Nueva York y vi en Bloomingdale’s que en el restaurante había una promoción de cocina española a cargo de un restaurante barcelonés. Entramos, nos saludaron los restauradores españoles de la demostración, comimos divinamente y no estábamos por los postres cuando, atribulados, se acercaron para decirnos:

—¿Les importaría esperarse, que acaban de llamarnos para decirnos que la Reina Doña Sofía está aquí en los almacenes de compras y sube a comer? Es que no sabemos nada del protocolo que hay que darle, ¿les importa echarnos una mano?

No nos importó a la jefa de la mi Casa Civil y a servidor, que acompañamos a los hosteleros barceloneses para saludar a Su Majestad, quien al ver el careto de servidor de ustedes, dibujó en el aire con sus dos dedos índices un como rectángulo y me dijo entre risas:

—¿Te has escapado del recuadro?

Me había escapado. Entró la Reina con su hermana, se sentaron en su mesa y nosotros continuamos de plantón de emergencias protocolarias, alargando el café de la sobremesa. Hasta que avisaron que Su Majestad me llamaba. Nos acercamos a su mesa y cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo, en aquellos tiempos en que en Nueva York aún se podía fumar:

—Burgos, ¿tienes un cigarrito?

—Es negro y sin filtro, Señora: Celtas Selectos, que es lo que fumo. Si Vuestra Majestad se atreve...

Se atrevió. ¡Vamos que si se atrevió! La jefa de mi Casa Civil es testigo de cómo Doña Sofía se fumó un Celtas. Seguramente sería el primero que se fumaba en toda su vida. Y a juzgar por la cara de horror que puso en la primera calada, certifico que fue el último, pues alguien le buscó al punto un cigarrillo rubio e inequívocamente americano. Me imagino que hace lustros que Doña Sofía se quitó del tabaco. Pero tuvo en aquel divertido lance la regia sinceridad de no decirme que lo estaba dejando y que por eso me pedía un cigarrito. Porque le constaba que, como leal a la Institución, a la vuelta a España no me iba a poner a largar por ahí que la Corona, aunque tuviera nombre de cigarrillo, estaba literalmente sin tabaco. Sin tabaco es como están ahora todos estos carotas gorrones de cigarrito que fuman a costa de los demás con el pretexto de que lo están dejando...

EL GORRÓN DE TABACO

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