EL PULSO DEL PLANETA

Nadie sin su amapola

Nadie sin su amapola AFP

LUIS VENTOSO

La flor roja que conmemora el final de la Primera Guerra Mundial es obligada estos días en la vida pública británica. Ministros y famosos la lucen con orgullo

Fue una carnicería de cuatro años, preludio de una todavía mayor, que arrancaría 21 años después y se vería agravada además por el inenarrable hito criminal del Holocausto. En 1914 los decadentes imperios europeos se enzarzaron en una guerra absurda, cebada por el nacionalismo y un inextricable hilo de alianzas. Aunque las cifras difieren, se calcula que murieron diez millones de soldados. Combatieron tropas de 70 países. Alemania y Rusia perdieron dos millones de hombres cada una; Francia, 1,4; los países de la Commonwealth sufrieron 1.117.077 bajas.

Este año se cumple un siglo del inicio del conflicto. En el mundo anglosajón se recuerda a los caídos con una flor en la solapa, una amapola roja de tela o de cerámica, omnipresente todos los meses de noviembre en unos países orgullosos de su historia y que cultivan la memoria y el patriotismo. Aunque el «Día del Recuerdo», la jornada oficial de la amapola, se celebra los 11 de noviembre, el día en que se firmó el armisticio, esta vez la flor se ha adelantado, porque debido al centenario se le ha dado más empaque a la efeméride. No hay ya figura pública en el Reino Unido que aparezca estos días sin el distintivo rojo en el pecho o en la solapa.

En el foso de la Torre de Londres un escultor ha instalado 888.246 flores de cerámica, una por cada muerto británico. Una instalación sobrecogedora, que ha visitado ya la Reina Isabel. Cada una de esas amapolas se venderá a 20 libras y lo recaudado se destinará a obras de caridad. La semana pasada, la rubia cantante soul Joss Stone acompañó a las tropas en una parada militar en el centro de Londres, en recuerdo al soldado desconocido. Stone, que perdió a su abuelo en los campos de batalla de Francia, recordó que «a veces no reparamos en que somos una generación que no hemos visto la guerra», y elogió a unos solados «increíblemente bravos».

En los campos de Flandes

La Primera Guerra Mundial es tristemente célebre porque se estrenaron las armas químicas y por la llamada «guerra de trincheras», con el frente estancado durante meses en los lodazales de Europa. Antes del conflicto, en Flandes crecían pocas amapolas. Pero florecieron en las extensiones desoladas de los campos de batalla. En 1915 el teniente coronel médico canadiense John McCrae Alexander escribió su poema «En los campos de Flandes», publicado en la revista «Punch»: «En los campos de Flandes las amapolas se agitan entre las cruces, hilera a hilera, que marcan nuestro lugar; y en el cielo las alondras todavía cantan con bravura (…)». Los versos se hicieron célebres en todo el mundo. Al otro lado del Atlántico, una maestra estadounidense, Moina Michael, contestó al médico con otro poema, «Mantendremos nuestra fe», e inició una campaña para que la amapola pasase a ser el símbolo en memoria de los muertos. En 1921, el Reino Unido y Australia adoptaron la idea e instituyeron el «Día del Recuerdo», con la idea de recaudar fondos para los veteranos, que pasaban muchas penurias en una Inglaterra con la economía hecha trizas tras el tour de force militar.

Hoy apenas quedan veteranos de la Primera Guerra Mundial, aunque estos días todavía asoman a las televisiones nonagenarios y algún centenario vivarachos y con sus medallas. Pero el recuerdo perdura. La evocación del heroísmo manso de los de abajo y el delirio belicista de quienes ocupaban los palacios del poder.

Nadie sin su amapola

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