UNA RAYA EN EL AGUA
LA LLUVIA ÁCIDA
La política está a merced de cualquier oleada emocional que galvanice el deseo de regeneración en un proyecto de ruptura
ES como lluvia radiactiva. La atmósfera tóxica de un régimen que se desploma mientras el país desayuna, almuerza y cena ante un aguacero televisado de detenciones, redadas y paseíllos judiciales. La política está destruida porque no hay modo de gobernar una nación bajo un turbión de escándalos concatenados ni la gente puede confiar en unas élites inundadas de sospecha. El vínculo de representatividad se ha roto y la vida pública navega a la deriva como un barco desanclado. En la orilla se queda un pueblo paralizado de ira y de asombro en el que crece la tentación de entregarse al oportunismo aventurero de los populistas. Es la clase de momentos en que todo se va por el desagüe: la vieja polis decadente, desengañada y vencida por su propia inercia, está a punto para la llegada de los nuevos bárbaros.
La paradoja consiste en que el sistema se hunde justo cuando las instituciones empiezan a depurar sus propios vicios, a limpiar la basura acumulada durante décadas en los establos. El agio aflora porque la Policía, la Justicia y los medios hacen su trabajo. España no es una sociedad corrupta: aquí no se soborna por rutina a los guardias, ni a los médicos, ni a los funcionarios, como sí sucede aún en algunos países de la Unión Europea. Pero la saturación de casos en la cúpula dirigente provoca una sensación caótica de desconfianza, de irritación, de desarme moral en una población atemorizada por su empobrecimiento. Sucedió en la Italia de los 90 y en la Argentina de primeros de siglo. La devastación transversal del tejido político. La certidumbre perceptiva de vivir en una cleptocracia.
Ese efecto de cataclismo se produce por la desasosegante mezcla de corrupción institucional y marasmo social. Cuando los acusados de cohecho, evasión o enriquecimiento ilícito caen ya por lotes de cincuenta es inevitable que crezca el relato expiatorio de una ciénaga que embebe la ruina de los ciudadanos. El desparrame del abuso de poder, la degradación progresiva de los mecanismos de control y la galbana endogámica de los agentes políticos han extendido un estado de ánimo deprimente, de desarticulación, de hartazgo. Simplemente, los españoles han dejado de creer. La ausencia de moralidad en el sentido ético ha traído una desmoralización psicológica. Y el Estado como organización ha caído en el descrédito, a merced de cualquier oleada emocional que galvanice la voluntad de regeneración en un proyecto de ruptura.
La situación es hipercrítica. Exige contundencia, liderazgo, velocidad de reacción, energía quirúrgica. Y también una cierta sensatez colectiva frente a la tentación de las salidas fáciles. Quizá incluso ya sea demasiado tarde para todo eso, pero una democracia no puede resignarse a su agonía ni desertar de sí misma. Ni permitir que los restos de honorabilidad que han dejado los ladrones los usufructúen los traficantes de esperanzas.