VIDAS EJEMPLARES
ESE DISPARATE
Machacar la cultura del esfuerzo es no entender nada
CRISTÓBAL Ricardo Montoro Romero es un técnico solvente y experimentado. Uno de esos hombres de gris que conocen las calderas de la Administración y saben hacerlas funcionar, asunto crucial y poco valorado. Andaluz sin acento andaluz, tiene 64 años, es catedrático de Hacienda Pública y ocupa por segunda vez la misma cartera. Hablando en público, a veces incurre en observaciones demasiado largas, hirientes en sus peores lances. Sus risitas, regodeándose en cómo aprieta las tuercas al respetable, y esos soniditos de película de la Hammer que a veces emite, ayudan a crear un perfil peculiar, no siempre grato. Sin embargo en corto resulta cercano y amable. Se dice que es de los ministros más queridos por sus compañeros.
Para ubicarnos, toca ahora repasar las gestas del Atila de León, Rodríguez Zapatero: echó sal a las fisuras territoriales, caldeó odios añejos de la guerra civil, se negó a ver la crisis y la ocultó, fue incapaz de reestructurar las cajas en hora y nos condenó a su rescate, mintió al país sobre ETA y el déficit, y llevó una política exterior infantil y juvenil. Solo se le recuerdan dos aciertos: redujo las muertes en las carreteras y civilizó el consumo de tabaco. Cuando Montoro retornó a Hacienda, la inconsistencia del zapaterismo había alcanzado hasta las tripas de la máquina burocrática. El Fisco no rodaba fino en lo elemental. Montoro hubo de volver a engrasar la máquina, y lo ha hecho bien.
A comienzos de 2012, cuando llega el nuevo Gobierno, la situación económica era de emergencia nacional, agravada por la crisis del euro. Todo valía para evitar la quiebra. Guindos y Montoro se vieron forzados a aparcar el programa liberal. Con el agua al cuello, en una situación de atonía absoluta, urgía llevar más dinero a las arcas públicas para evitar el naufragio. Así que subieron los impuestos, directos e indirectos, y avasallaron con dureza a los empleados públicos. No había alternativa.
Han pasado casi tres años. Aunque todavía queda muchísimo, el cacareado rescate no llegó, la recesión pasó, ha vuelto el crecimiento y cae el paro. El Gobierno alardea de ello. Si es así, si hemos remontado algo y la nave flota, pierden su justificación las medidas antiliberales tomadas en plena emergencia y que vapulearon a la clase media, esa que sostiene este país, la que ha soportado las subidas de impuestos y hasta ha pagado la fiesta de las cajas, incluida la bacanal tarjetera. Por eso es absurdo, injustificable y hasta ofensivo que el ministro de Hacienda pretenda aumentar brutalmente la carga fiscal a las familias que quieran vender una vivienda comprada antes de 1995. Con esa política –o más bien, con esa miopía apolítica– pisotea la cultura del esfuerzo, castiga a millones de españoles que ahorraron con tesón para disponer de un colchón de tranquilidad y pone en la diana al grueso de sus votantes.
Aseguran que Montoro es muy agradable para tomarse una caña y charlar. Alguien con barba podría invitarlo hoy a una Mahou y unas olivas y sugerirle que mañana mismo comunique que su absurdo proyecto de aumentar la carga fiscal para las viviendas antiguas fue solo lo que fue: otra broma un poco larga de un ministro algo vacilón.