Sol generoso para una fiesta familiar

Sol generoso para una fiesta familiar

R. AGUILAR

La tradicional celebración de San Rafael en Los Villares tuvo por aliada unas temperaturas casi veraniegas

Colgaba un sol de celebración perfecta, redonda. Era mediodía y ya no había nadie en el parque periurbano que no estuviese en mangas de camisa. Córdoba era Córdoba en estado puro justo en Los Villares. El Custodio se había portado bien y el don de una meteorología casi veraniega estuvo presente hasta que anocheció. El resto lo hacían el cuñado, la vecina, el compadre, el primo de tu primo. Hacía calor, mucho calor, cuando llegaba la hora de la cerveza, de la primera cerveza mejor dicho, y entonces el cuñado, la vecina, el compadre y el primo de tu primo se quitaron el saquito del chándal y se quedaron en camiseta técnica, o térmica, unas de manga larga y otras de tirantes, ea, y entonces cualquiera podía concluir que la celebración empezaba a consumarse.

Las ofrendas a San Rafael ya no estaban en los maleteros de los coches sino en las parrillas del parque periurbano. Longanizas, salchichas, chorizos, morcilas, cintas de lomo, gambones. En Los Villares hay un sendero que se llama de La Tranquilidad pero nadie tenía el más mínimo interés en transitarlo. Al menos ayer. La gente quería jaleo: el de los radiocasetes, el del tito que canta las coplas que aprendió con un disco del centro filarmónico, el de las fichas del dominó que estallan sobre el tablero metálico de una mesa portátil.

En la onomástica de San Rafael, Los Villares son como Las Tendillas pero con candelas, como el Vial Norte pero con sombras naturales. Había gente como también había claros. No, bulla, no. Menos en la leñera pública, que se saturó en la hora precisa en la que había que poner a sofreír los avíos de los peroles. Y menos en algunas atracciones infantiles, con los nenes (acéptese el término vernáculo) dándose codazos por trepar por los tablones verticales con cuerdas como si fueran paracaidistas de la 101 Aerotransportada entrenándose para dar el salto más allá en Normandia.

Justo cuando las chistorras y los tocinitos empezaban a airear su olor nutritivo a quemado había un equipo de una televisión pública que estaba grabando un documental sobre la fiesta y va un tipo con unas calzonas y un sombrero de paja y le pregunta que cuándo salía. «El año que viene, eso nos han dicho», responde un operario. El tipo de las calzonas le hace una foto a los reporteros y alguien detrás suyo le pregunta que si le ha puesto el carrete a la cámara. El de la gracia era su cuñado. «Cuñado, para carrete el mío, que te digo yo que no aguantas mi ritmo de aquí a que anochezca». Los dos se dan un abrazo y se estiran después hacia atrás como si fueran a partirse de la risa. Detrás se oía un coro de palmeos, de «hay que graciosos estáis ya». Una pelota vuela desde el rellano en el que los niños han puesto dos porterías plegables y hace pleno en la mesa de los aperitivos. Una mujer mayor se enfada y se levanta. Los niños se huelen que les va a caer lo más grande y salen corriendo hacia el puente metálico que salva la carretera. El cuñado de la cámara que sale detrás de ellos. El otro que le grita cuando se marcha que no se olvide de la cámara ni del carrete. Otra vez que los dos se ríen como si lo fueran a prohibir mañana.

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