UNA RAYA EN EL AGUA
EL ÁNGEL CAÍDO
En un tiempo inmisericorde de ángeles caídos, Rato se ha pillado las alas en la puerta giratoria de un banco
EL político con más talento de la generación aznarista era Rodrigo Rato Figaredo. Enorme parlamentario, brillante de ideas, sobrado de nervio y mordiente, pujante, ambicioso y afilado para las decisiones de riesgo. Tenía su propio círculo de seguidores y un ascendiente de pata negra en el partido desde los tiempos de Fraga. El éxito de su gestión económica no fue el de un tecnócrata sino el de una potente intuición política. Estaba dotado para el poder y sólo la compleja mentalidad de Aznar puede explicar que no fuese el elegido para sucederle. Quizá porque había empezado a desconfiar de sus relaciones y porque le veía demasiada personalidad para limitarse a manejar un legado.
En 2007, cuando abandonó aburrido el Fondo Monetario Internacional, donde gozaba de rango de jefe de Estado, los marianistas sospechaban que regresaba para encaramarse al liderazgo. Se presentía la segunda derrota de Rajoy ante Zapatero y Rato parecía el perfil destinado a la segunda sucesión del PP. Pero no se postuló o no pudo abrirse paso. Se dedicó a la alta empresa sin renunciar a comportarse como un político: el ADN de su código genético. El líder de la derecha, sin dejar de valorarle, tampoco cesó nunca de mirarlo de reojo. Cuando le dio el visto bueno para la presidencia de Cajamadrid Rajoy ya era, en pleno desplome zapateril y con Aznar amortizado, un intocable cesáreo.
Todo lo que le ha ocurrido después es una cadena de errores inexplicables en un ser de instinto político tan avezado. Gestionó fatal la salida del FMI y al volver no previó el cambio de paradigma ni su olfato detectó la extrema susceptibilidad colectiva con las élites financieras. Bankia era una trampa para elefantes. Cuando estalló la quiebra la quiso resolver con una huida hacia adelante como si todavía fuese vicepresidente económico; su orgullo de viejo general topó con un Gabinete de coroneles aterrorizados ante la amenaza de rescate europeo. Mario Draghi exigió contundencia y Guindos, su antiguo colaborador, convenció al presidente para sacrificarlo. Rajoy se encogió de hombros y bajó el pulgar. Así es la política, y Rato debió ser el primero en saberlo.
Lo más lacerante es que una figura de su relieve y prestancia se vea zarandeada en un escándalo de dinero. Sin ser un plutócrata nunca anduvo descalzo; no es hombre para echarse a perder por unos cientos de miles de euros. La histeria social de la crisis lo ha convertido en un pelele siniestro sin que en medio del derrumbe del sistema encuentre a nadie preocupado de otra cosa que no sea librarse de los escombros. En la desbandada del pánico al descalabro electoral, Rajoy ha intentado limitarle el oprobio. Pero el momento requiere lapidaciones expiatorias y sobra gente dispuesta a lanzar la primera piedra. En un tiempo inmisericorde con los ángeles caídos, Rato se ha enganchado las alas en la puerta giratoria de un banco.