LA FERIA DE LAS VANIDADES
NUESTRA EDAD MEDIA
Los fantasmas de la hambruna y de la epidemia recorren la columna vertebral de la muy orteguiana España invertebrada
ES posible que todos los tiempos estén incluidos en el tiempo que nos ha tocado vivir. La aceleración de partículas se queda en pañales si contemplamos la locura de los relojes, la obsesión por la inmediatez, las prisas que recorren el interior de cada uno. Vivimos sobre el filo inestable del presente en una apoteosis barroca. En un abrir y cerrar de ojos pasan la fama y el encanto, la promesa electoral y el proyecto político que nos iba a salvar del abismo. Todo fluye en esta posmodernidad líquida que no puede ofrecernos asideros ni refugios. Y en esta confusión mental y temporal nos hemos encontrado, de repente, con nuestra Edad Media.
Incrustada en ese bucle histórico que creíamos superado por obra y gracia del optimismo que nació con el mito del eterno progreso, nuestra Edad Media ha aparecido con los atributos propios de aquella mentalidad. La máscara del ébola acongoja al sufrido contribuyente. Inciso económico. El diezmo medieval se ha multiplicado por cinco, y trabajamos medio año para el nuevo señor feudal, que no es otro que el Estado del que vive la nobleza contemporánea que no necesita apellidos: les basta con la lealtad al partido que los protege del frío y del hambre que se pasan a la intemperie. La máscara del ébola es el espantajo de la muerte. Cada mañana, el siervo de la gleba globalizada recibe su ración de pánico. Memento mori. Recuerda que vas a morir, y que no sabes cuándo. Recuerda que el ébola está ahí, a la vuelta de la esquina, esperando su oportunidad para arrasar esta civilización alzada sobre la mentira y la barbarie. Medievo en estado puro.
Tras la infusión de miedo, el diezmado contribuyente escucha las laicas y lacias letanías que preceden al oficio de tinieblas secesionistas. Las fronteras, tan dúctiles en los tiempos medievales, vuelven a estar presentes en esta España que ya no mira al exterior. Durante unos años disfrutamos de ese Renacimiento que nos puso en contacto con Europa. Ahora hemos dado un paso atrás y nos hemos sumergido en la dispersión de las taifas. Cada reyezuelo autonómico quiere hacer la guerra por su cuenta. Empezando por Arturo, el de la mesa redonda donde un Jorge que no era santo, sino Jordi, repartía el botín que conseguía del Estado cada vez que le prestaba sus mesnadas en forma de votos. Al otro lado del Estrecho de Gibraltar siguen esperando Tarik y Muza. Traidores como el donde don Julián los hay a espuertas: son los fanáticos de esa autodestrucción que llevan en lo más hondo de su catástrofe personal y mental. Milenarismo puro.
Y para rematar la faena, la crisis económica mezclada con el miedo viral. Los fantasmas de la hambruna y de la epidemia recorren la columna vertebral de la muy orteguiana España invertebrada. Nos falta esqueleto y nos sobran andrajos en forma de burocracia y de prejuicios sectarios. Así no podremos salir nunca del medievo que se nos ha colado por las rendijas del tiempo. Así no podremos unificar el solar patrio, ni conquistar los mercados como Colón descubrió América. Así sólo podremos sobrevivir con el sentimiento que originan los heraldos negros de las noticias: el miedo que caracteriza la Edad Media que nos ha tocado revivir.