JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLOMinistro de asuntos exteriores
Un Lepanto entre tanto Trafalgar
«¡Gibraltar español!». No llevaba un mes como ministro de Asuntos Exteriores cuando José Manuel García-Margallo (Madrid, 1944) saludaba así al eurodiputado británico Charles Tannock, que se había acercado a felicitarle por su nombramiento. Guarda el responsable de la diplomacia española una socarronería interior que se le sale por la boca a poco que se descuida, campechanía que casa poco con alguien que lleva dos décadas ininterrumpidas en la plúmbea sede del Parlamento Europeo, donde las bromas parecen embolizadas por las corbatas y los gestos serios forman parte del mobiliario. No es que uno espere sesiones tan «animadas» como las de esos parlamentos orientales convertidos en tabernas de muelle a base de golpes, pero estos golpes de frescura se agradecen.
Margallo –centrista de primera hora, y, diputado después, de AP y PP antes de sentarse en Bruselas– ganó la semana pasada la batalla por sentar a España en el Consejo de Seguridad de la ONU, un éxito que vuelve a colocar al país en los foros mundiales de decisión, donde se pinta algo, sin necesidad de gastarse un dineral en salas como la de la «Alianza de Civilizaciones», en Ginebra, y su carísimo gotelé policromado. Aunque la comparación sea odiosa, las últimas votaciones en foros internacionales (tres intentos olímpicos) hacían temer que aquello terminase para nosotros como cada Eurovisión. España lleva deprimida mucho tiempo y todo parecía abocado a un Trafalgar. Pero salió Lepanto y la figura de García-Margallo, revalorizada como uno de los activos políticos de un Gobierno al que no le sobran reconocimientos y puntos de cercanía con la ciudadanía. «Kirchner se acaba de dar un tiro en pie» (cuando la confiscación de Repsol) o «la Constitución tiene dos artículos, el resto es literatura» (en referencia a la soberanía y la indivisibilidad de la nación), son dos ejemplos de que a veces la frescura, aunque traiga algún resbalón, es más inteligible que la cháchara administrativa con la que los políticos nos mecen el sueño.