75 ANIVERSARIO DE L A VIRGEN DE LA PAZ

La tarde de las historias revividas

La tarde de las historias revividas

POR LUIS MIRANDA

La Paloma de Capuchinos protagoniza una jornada multitudinaria donde recupera su pasado y se muestra en la calle su vigorosa devoción popular

¿Vuelven en las tardes y noches como las de ayer las almas que dijeron adiós con un beso a la estampa ajada, se rehacen en la memoria de los vivos los momentos que ya no existen, pero que fueron cimientos de los esplendores de ahora? ¿Se conjura el recuerdo de 75 años en una tarde de octubre como por ensalmo y regresan los afanes de las primeras piedras fundacionales, las historias que se contaron a los que pasado el tiempo tomaron las riendas, el día en que una idea pasó de prueba a ser una esencia indiscutida de una cofradía?

Si así fuera ya valdría a la pena que las imágenes saliesen a la calle en estos días, y es verdad que mientras salía la Paz renacían intactos los recuerdos, la historia no escrita en letras grandes pero posada como un sedimento fértil en la tierra de una hermandad para que de allí broten, sabiendo por dónde tienen que buscar el sol, las generaciones del futuro. 75 años celebraba en las calles de su ciudad la Virgen de la Paz y Esperanza y se habían convocado todos de golpe en una tarde y una noche de multitudes en el ir y venir de la Catedral.

Aparecieron en la pequeña penumbra de la iglesia de la Merced, rota por el sol descarado que pugnaba por ver a la Virgen de la Paz. Lo hicieron en silencio y sin palabras. Estaban todas dichas cuando sonó el llamador escueto y la luz, qué tarde de luz la de ayer, convocaba con rabia a la calle para cumplir con algo que más que un camino programado parecía un imperativo sentimental metido en la piel.

La gente de abajo, atenta, escuchó lo que se ordenaba y podría haber sido la voz sabia de Rafael Muñoz Serrano o hasta la placa de policía con la que José Gálvez Galocha tomó el mando una noche de Miércoles Santo, porque los dos estaban allí ayer, igual que han vuelto a buscar lo que sucede junto al Cristo de los Faroles en los Miércoles Santos, todavía pocos, que han faltado de la vera de su Virgen.

Por única vez en la tarde levantó sin aplausos ni vivas la Virgen de la Paz y Esperanza, y estando en la iglesia de la Merced, que tantas veces la había cobijado en aquel antiguo palio, entonces con San Juan, volvía intacta la historia de aquella cofradía de la posguerra que luego tendría una vida escrita en las entrañas de la ciudad de hoy, a golpe de simple recuerdo para todas las generaciones que salieron a la calle a acompañarla en algún momento. Por eso fue una tarde donde tantas estampas para la historia iban jugando caprichosas con aquellas que se aparecían en el recuerdo, en lo que se ha relatado y en lo que se ha vivido.

El sol alto

Caminó con rodamientos la Virgen de la Paz, salvó la monumental puerta barroca y se bañó en el aire límpido de la ciudad a las tres y cuarto de la tarde. Sonó «Paz y Esperanza» en la inmensidad de la plaza. Todo era nuevo a aquellas horas: el sol tan alto que casi nunca había había visto a la Virgen en su paso de palio, la luz que filtraba caprichos de incienso congelado entre los árboles de los jardines de Colón y el agua, esta vez sin colores, cantando la oración de la naturaleza. Y sin embargo todo volvía: las esperas en la noche, la ilusión que arranca al ver a los ciriales al final de una fila de nazarenos, la impresión del paso de misterio, las prisas de quien piensa que llega tarde y la delicadeza de la Virgen, el flautín de «Rocío» cuando el Jueves Santo ya ha doblado el cabo y la Semana Santa es intensa.

Cruzó la Virgen con presteza sus jardines y cumplía los horarios exigentes que se había puesto. Tras haber dibujado paisajes insólitos se metió en Torres Cabrera y allí la esperaba la primera calle engalanada con banderas y guirnaldas blancas. En la tarde de las ausencias presentes se sentía al Señor de la Humildad y Paciencia, más solo que nunca entonces en la penumbra del Santo Ángel y renacían hasta aquellos remotos orígenes de la hermandad junto al Señor de las Penitas de San Lorenzo, luego los primeros años del Cristo, los cambios de misterio y por fin el tiempo pujante del nuevo conjunto.

Por Torres Cabrera el sol ya miraba a la Virgen de la Paz y pintaba un arco iris insólito al filtrarse por los cristales swaroski engarzados entre los hilos de plata. Pura física matemática dibujando caprichos de colores que los niños miraban asombrados, y los que eran un poco mayores recordaban los palios viejos. Volvía aquel estilizado del águila bicéfala que tantas veces salió por la Merced, y que la cofradía restauró con un festival para enviarlo a las Canarias. Y a pocos metros reposaba el de las Palomas, bajo el cual tanta gente se enamoró de la Virgen, con la larga caída de las bambalinas y la luz de la candelería dorando en las noches que se le echaban encima.

Casi todo era blanco. En las jarras del paso de palio había piñas con rosas de pitiminí, blancas, pero también en su color, uno de los pocos broches que se salían del tono uniforme. También jazmines de Madagascar e ipericum, y como pasa en otoño, no se desperdició la ocasión de disfrutar de la fragancia de los nardos, ausentes por estacionalidad en Semana Santa. Estaban en las esquinas, combinados en las traseras con airosas cascadas de orquídeas fanelosis.

Por Cardenal Toledo y Carbonell y Morand la estrechez iba formando bullas compactas y arrobadas, ya a aquellas horas, camino del Ayuntamiento, donde la Corporación municipal entregó a la cofradía la medalla para la titular y el sol seguía coqueteando en colores con los cristales. Allí sobrevino el único contratiempo. La corona de la Virgen, que se le impuso en enero de 2013, amenazaba con quebrarse y en una maniobra rápida se le retiró y se le colocó, otra ausencia que se hizo presente, la dorada de tantos Miércoles Santos. Era en Diario de Córdoba.

Por la calle de la Feria, arriba del todo, miraba la campiña quieta y llegaba el recuerdo de aquel imaginero jovencísimo que había hecho a la Virgen en los permisos que le aliviaban de la Guerra Civil. Paz y Esperanza, tenía que llamarse, aunque él le llamase «Mi Niña» y al final de sus días, cuando su amor lo habían compartido otros muchos, hasta le ofrendó su dulce camarín de guadamecíes.

Se bañó de las luces del poniente la Virgen en el Patio de los Naranjos y entró a la Catedral, «El Corpus» como himno eucarístico, por primera vez bajo palio. Allí presidió la función solemne el obispo de Bangassou, Juan José Aguirre, que pidió la intercesión de la Virgen para que la labor ingente de los misioneros llegue a buen puerto. Al terminar ya estaba la candelería encendida y era de noche y más multitudes llenaban las calles. De camino arriba, quienes iban en el cortejo recordaron la estampa de aquel nazareno de las dos velas y los brazos en cruz que un año fue cartel de la Semana Santa.

Al ver venir a la Virgen, toda dulzura, volvían por una vez las noches de la posguerra, los caminos entre faroles débiles, las saetas, las Semanas Santas inmortalizadas en versos de Montero Galvache, las amanecidas casi en el horizonte en años en que las cofradías salían de noche, los faeneros en los años en que tantos pasos iban a ruedas, las trompetas de la marcha real en «Paloma de Capuchinos». Por San Zoilo, gallardetes con anclas y olivos decían Paz y Esperanza, y quizá allí mismo, las almas ausentes dejaran marchar el palio, todo campanitas y delicadeza, para reencontrarlo entre nazarenos el Miércoles Santo.

La tarde de las historias revividas

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