VIDAS EJEMPLARES
VAYA, VAYA
Son tan modernos… que creen que una mujer que sea madre no puede progresar
CUANDO la gente se refiere a un político solo por su nombre de pila indica que tiene carisma. En Inglaterra, Boris es un líder sin apellido. De 50 años, alcalde conservador de Londres desde hace seis, se trata de una especie de oso bajito, de alocado flequillo rubio e ideas propias. Para lo bueno y para lo malo, un personaje excesivo. Un oasis en una era saturada de dirigentes planos, de palabrería huera y clónica (ya saben: «Se abre un tiempo nuevo», «aspiro a gobernar para todas y todos», y ramplonerías similares). Boris es un excelente alcalde, que todavía encuentra tiempo para escribir con éxito artículos, libros de historia y novelas. Niño bien de Eton y Oxford, con gotitas lejanas de sangre real, lo salva del envaramiento a lo Cameron su vena golfa. Periodista, debutó en «The Times», que lo largó por manipular una cita. Luego, los escándalos han continuado. Esparcimientos extramatrimoniales, afición a la evasión etílica («a mí dos gin-tonics me dan alas») y lengua libre, pero a veces larga: «Si vamos a autorizar que se casen dos hombres, no sé por qué no podemos autorizar que lo hagan tres, o dos y un chimpancé», fue su controvertido análisis sobre el matrimonio gay. En el lado bueno, trabaja como un poseso (a veces con resaquilla, pero se levanta cada día a las seis), aporta ideas y a su modo tiene principios: es un auténtico liberal y un ejemplo acabado de lo que debería ser un conservador ilustrado del siglo XXI.
Viene todo a cuento de que ayer le escuché a Boris una buena frase. Le pedían que prohibiese fumar en los parques. Respondió que así, de primeras, al libertario que anida en él la palabra prohibir le da repelús. Se entiende. Hay muchas cosas que hacen que los espíritus libertarios arruguen la nariz. Por ejemplo, el monopolio y la uniformidad, el Gran Hermano orwelliano, sobre todo cuando se disfraza de «guay», de campechanote. Allá donde la camiseta se convierte en uniforme, escapen corriendo. No me convence el amable rodillo de la manzana universal, ni el buscador monopolístico, ni hacer amigos abonando un único jardín virtual de California. Tampoco me agrada que se lucren en mi país y se enmascaren en paraísos fiscales. Por eso me parece revelador que en una de las mayores barbaridades sociológicas que recuerdo Facebook y Apple anuncien, y muy ufanos, que costearán a sus empleadas la congelación de embriones, para que no pierdan el tiempo con el incordio de ser madres y puedan trepar por el escalafón de la empresa.
No sé cómo hizo Margaret Thatcher para gobernar el Reino Unido y tener dos hijos. No sé cómo se las apañó Rosalía de Castro, que parió a siete, para escribir una poesía única. No sé qué opinarán Facebook y Apple de que Soraya, Carmen Chacón y tantas otras hayan podido compartir el Ejecutivo con la maternidad. No sé, en fin, cómo no les abochorna poner en cuestión algo que se da por descontado desde hace décadas: la mujer tiene derecho a sus bajas maternales y a crear una familia sin que eso menoscabe su vida laboral. Y congelar un óvulo no es tener un hijo. Es aparcar la decisión porque tu empresa, esa que es tan moderna, te dice, sin decirlo, que aquí la que se va de baja maternal no sale en la foto.