CAMBIO DE GUARDIA

¿QUÉ DESFILE?

GABRIEL ALBIAC

Solo limpiar esa mugre nos dejará decir que somos españoles sin avergonzarnos de ello

NO era fácil recuperar España. Cuando el invierno de 1975 nos trajo la muerte por extinción lentísima del dictador, éramos huérfanos de patria todos aquellos que, frente al franquismo, fuimos desposeídos aun de eso. Otros, sin duda, lo tuvieron más sencillo. Eso supongo. Más sencillo lo tuvieron, desde luego, quienes, bajo la dictadura, se supieron a gusto y medraron en el clima de sus huecas retóricas. Más sencillo también, los que decidieron ser a todo indiferentes, y optaron por sobrevivir sin libertad como quien opta por salir a la calle en un día de lluvia: con mucha resignación y un buen paraguas. Más aún, sobre todo, sencillo fue para la siempre mayoritaria multitud de quienes nada se preguntan: para toda esa gente, España era Franco. Y punto. Y las necias retóricas de aquel casi medio siglo de sordideces eran sorbidas como únicas evidencias sólidas en este perro mundo. Y fue ese, al fin, el más devastador efecto de la dictadura. Y en él se consumó la forja del no-ciudadano.

Nadie que quiera entender las paradojas presentes debe olvidar eso: «España» fue, desde 1939 hasta 1975, la bofetada verbal que se esgrimía contra quienes combatían a la dictadura: contra las pocas gentes que se empecinaron en ser libres. Una palabra secuestrada, a la cual el franquismo trocó en sinónimo suyo. Y la mayor victoria de la dictadura fue extender esa evidencia, mucho más allá del círculo de sus beneficiarios. Hasta identificar a la nación con su propio «Movimiento». Siervas multitudes, como pocos hombres libres, todos quedamos presos en aquella identificación simiesca.

El más serio desafío constitucional era, en 1978, este: construir España. Construirla como nación, no como partido o Estado. Recuperar la identidad que suena en los paradójicos endecasílabos de Góngora y Quevedo, en la glacial lucidez de la prosa cervantina. Eso exigía separar lo español de lo político; para devolverlo a todos. Restringir la política a un específico funcionariado. Sin ningún privilegio: ninguno. Exactamente lo contrario de lo que ha sucedido.

¿Cuál es el desfile de 12 de octubre en el cual todos podríamos recuperar el honor sereno de ser españoles? El desfile de los sinvergüenzas con tarjeta negra de Bankia, obligados a devolver hasta el último céntimo –hasta el último céntimo– de lo robado. Y su desfile, después, camino del banquillo.

Construir hoy esa España, en lo moral malherida, pasa necesariamente por esto: devolución y juicio. Lo cual vale, claro está, para los políticos que saquearon las Cajas de Ahorros a la manera de privados bancos de partido, ajenos a cualquier rendición de cuentas. Lo cual vale para los corruptos sindicalistas que, en Andalucía como en Asturias, como en todas partes, se embolsaron cantidades imposibles de imaginar para el común de los mortales. Solo limpiar esa mugre nos dejará decir que somos españoles sin avergonzarnos de ello. Entonces, nada más que entonces, podremos en rigor llamar a España un país moderno. Y –lujo supremo– aburrido.

¿QUÉ DESFILE?

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