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Sin asomo de impostura

Reseña del libro «Cerca de la herida», de Rafael Escobar

Sin asomo de impostura

por pedro a. gonzález moreno

Aunque los rasgos esenciales de la poética anterior de Rafael Escobar perviven en este último libro, se observa no obstante una evolución hacia nuevos planteamientos expresivos. Su poesía se vuelve, sobre todo en las dos primeras partes, más introspectiva para sumergirse en un ámbito de indagación interior donde el choque del yo con la realidad resulta menos traumático. Como observa Miguel Ángel Rubio en el prólogo, «se trata de un recorrido interior en busca de la propia identidad donde poesía, amor- o más bien la ausencia de éste- y naturaleza» son sus asideros básicos frente a la realidad.

Como se puede deducir de los poemas titulados «Nidos» y «San José en su taller», la vida y la literatura aparecen concebidas sin un asomo de impostura, entrelazadas como las ramas de esos nidos -espacios para el afecto- que se fabrican ilusionadamente, con la abnegación de quien sabe que ése es su único oficio o tal vez su único refugio. Una variante más dramática de la poética de Rafael Escobar, se encuentra formulada en el poema «Atrocidad», donde se compara la creación poética con una cruel actividad de su infancia, que consistía en arrancar «la corteza de los árboles/ hasta desnudar los huecos más secretos de la indefensión». Así considerada, la poesía ha de entenderse como un acto desgarrador, que busca al mismo tiempo la desnudez y el afán de autoconocimiento, y donde a través de las palabras, capa tras capa, como quien arranca máscaras sucesivas, el yo se ve sometido a ese mismo «rito de cansancio» al que era sometida la corteza de los árboles.

Un poema muy revelador, el titulado «Atrocidad», no sólo por lo que tiene de poética sino también por lo que representa en la actitud ahondadora del poeta, entregado a la exploración de su propios abismos interiores, y decidido a moverse, sin titubeos y sin anestesia alguna, cerca de la herida. Por eso, porque busca las huellas de su propia identidad, hurga en sus raíces, que son las de todos sus antepasados, cuya herencia asume desde la gratitud y la piedad. Pero es en la segunda parte, titulada «Busca», donde de un modo más explícito se materializa ese viaje introspectivo del poeta, en busca de la inocencia y la luz de la infancia (desgarradoramente evocadas en «Tardes en el vivero»), o en busca de esas raíces que, «como una simiente del dolor», el poeta lleva dentro.

En la tercera parte, atenazado por un mayor desgarro existencial, sintiéndose no sólo vencido sino aplastado como «un mosquito contra un parachoques…», lleno de zozobras y recuperada su visceralidad característica, el poeta escenifica una relación conflictiva del yo frente a sí mismo y frente al mundo, que es como decir también, en términos existenciales, su batalla no sólo contra su propia identidad, sino también contra la vida, el tiempo y la muerte. Una batalla, no precisamente incruenta, donde su aprendizaje del ser y del amar, del vivir y del morir, corren íntimamente entrelazados. Desde su más ácida visión del mundo, la vida aparece concebida como un «muladar con días de cieno», ámbito hostil donde se siente marginado, y donde es consciente de su «alineación en la turba de los proscritos».

Y en el difícil camino hacia ese hallazgo, que es el de la propia identidad, adquiere un papel muy importante, en su lucha contra el dolor, la terca y puta esperanza, esa «perra caritativa, ramera santa» que, sin embargo, con sus tentaciones, engaños y promesas, le mantiene vivo: «terca esperanza, loca hiperbólica de los arrabales,/ ramera, cuándo abolirán tus leyes,/ tus paraísos de aire viciado para la gloria,/ cuándo remitirá tu engaño/ para que cese el vicio de buscarle un eco de dicha al dolor/ y pueda pegarme un tiro con la conciencia tranquila».

Sin asomo de impostura

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