El enfado nauseabundo de las mujeres que reinventó el uso del «clínex»
Para dar cuenta de su historia hay que partir de dos premisas: su origen data de la Primera Guerra Mundial y su primer uso dista mucho del que hoy predomina
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Con la llegada del invierno, su tacto alivia las narices más sufridas. Con la llegada de la primavera, las alergias prolongan su uso . Con la llegada del verano, pobre del que alterne el sofocante calor callejero y el áspero aire acondicionado y no disponga de uno. Y con la llegada del otoño... ¡ay el otoño! Una estación donde las rupturas sentimentales tienden a recogerse en pedazos. Fieles escuderos de la tristeza, los «clínex» han secado más lágrimas que las caricias . Pero no siempre fue así. Hubo una época donde no existían. Esta es su historia.
Para dar cuenta de ella, hay que partir de dos premisas: su origen data de la Primera Guerra Mundial y su primer empleo dista mucho del que hoy predomina. Así lo explica Pancracio Celdrán en «El Gran Libro de la Historia de las Cosas» (La esfera de los libros, 1995): «Al iniciarse aquella gran conflagración, la escasez de algodón empezó a hacerse notar, ante cuya carestía se creó un sucedáneo que pudiera ser utilizado como vendaje en los hospitales. También se utilizó como filtro de aire, al comprobarse que su poder de absorción era considerable. A aquel producto versátil, capaz de funcionar como compresa, vendaje y filtro se le dio el nombre de celucotton o algodón de celulosa , y su fabricación alcanzó un auge tal que al terminar la contienda habían quedado sin utilizar grandes cantidades».
Hecho último que resultó fundamental para vislumbrar cuál iba a ser la función más universal de aquel objeto. Había que pensar cómo aprovechar ese stock y vaya sí se hizo. «Se pensó en su utilización como compresa femenina, el kotex, pero sin éxito. Luego se probó en el campo de la cosmética , e impregnada con colcrén se lanzó como eliminador rápido de maquillaje, siendo adoptado por las estrellas de cine y teatro del momento. De aquella forma, como pañuelitos desechables, con el nombre de Kleenexkerchiefs fue promocionado, apareciendo en revistas con el testimonio de actrices como Helen Hayes o Gertrude Lawrence , que decían: «Es el medio científico de eliminar el colorete, el rojo de los labios, la base de la máscara y los polvos». La campaña funcionó, y se dispararon las ventas». Pero se produjo algo inesperado...
Celdrán cuenta que un alto procentaje de sus consumidores pusieron de relieve la verdadera utilidad que le daban a los mísmos: «Comenzaron a llover las cartas de sus usuarios alegando que el producto, para lo que realmente servía era para sonarse con ellos las narices , y olvidarse del pañuelo tradicional, que no era sino un almacén de gérmenes que uno llevaba en el bolsillo. Sobre todo cuando se iba en el coche, o se estaba en casa. Las cartas, en su mayoría de mujeres, confesaban con franqueza : 'Estamos hartas de que nuestros maridos nos arrebaten las toallitas para limpiarse con ellas sus cuellos y narices, sin perdonar parte alguna de su cuerpo...'».
Las bases de esta particular revolución estaban sentandas. Corría el principio de 'los felices años veinte' cuando alguien acertó de lleno en la diana. « Andrew Olsen , de Chicago, ideó un nuevo producto: la caja dispensadora de clinez. Consistía en dos capas de papel separadas y dobladas sobre sí mismas, y registradas con el nombre de Sírvase de Ud. un pañuelito, mientras su publicidad advertía: 'Lo ideal para el estornudo, cuando no hay tiempo para nada' ».
Poco tardaría en coger las riendas del éxito la famosa Corporación Kimberley Clark , y apenas una década más tarde, «decidió lanzar una campaña de información alusiva al uso ideal que debía darse a su producto. Ya no se recomendaba como removedor de cosméticos, sino únicamente como pañuelo desechable . No obstante, una nota insertada en la caja de 'clinex', de 1936, recogía hasta cuarenta y ocho usos posibles adicionales», relata Celdrán, para acto seguido apostillar que «el gran público hizo caso omiso, porque en lo que respectaba a los 'clínex', seguían pasándoselos por las narices».