El ciclo de la guerra

Como había ocurrido durante siglos, con la llegada del otoño la actividad bélica se detuvo en la Europa Occidental, para reanudarse con la primavera. Más que «falsa guerra», como la denominaron sus contemporáneos, pareció tratarse del tradicional descanso en los «cuarteles de invierno» que siempre habían respetado los ejércitos

El ciclo de la guerra ARCHIVO

Armando Fernández-Xesta

Durante siglos, las guerras se llevaban a cabo con el buen tiempo… A la llegada de la primavera, los ejércitos se desperezaban, vestían sus mejores galas (porque se combatía de punta en blanco), limpiaban la herrumbre de su armamento y se ponían en marcha seguidos de impedimenta y legión de servidores, ayudantes, acemileros, familias, vivanderas y personal para los prostíbulos de campaña. Luego, con el otoño, recogían sus bártulos y con sus uniformes destrozados, sus armas casi inservibles, a veces con hambrunas, diezmados más por las enfermedades y el agotamiento que por las balas enemigas, se instalaban en sus cuarteles de invierno. Allí se reponían y descansaban hasta la llegada de la nueva estación propicia para reiniciar de nuevo el proceso de marchas, contramarchas, ofensivas, batallas, avances o retiradas. La guerra era así.

La Wehrmacht, victoriosa en Polonia, en los últimos días de aquel trágico verano de 1939, detuvo sus operaciones con la llegada del otoño. El triunfo en el Este no fue seguido de la esperada ofensiva en el Oeste y, como en un combate de boxeo amañado, ambos contendientes se miraban, se movían uno en torno al otro, pero no se atacaban. Muchos creyeron que aún era posible recuperar la paz. Otros, suponían que, sencillamente, se estaba cumpliendo el habitual ciclo bélico y que los combates, como las golondrinas, retornarían con la primavera. Y así fue.

En abril, con los primeros brotes primaverales, la lucha amagó en Dinamarca y se desató en Noruega. En mayo, cuando las flores eclosionan llenando los campos de múltiples colores, los paracaidistas germanos cubrieron los cielos de Holanda y Bélgica como anticipo de los carros de combate de la Wehrmacht, que, en una rápida campaña, ocuparon ambos países (y Luxemburgo), cercando a las mejores unidades del ejército francés y obligando a la fuerza expedicionaria británica (la BEF) a reembarcarse de mala manera en Dunkerque. En junio, cuando ya los frutos están en sazón, le tocó el turno a Francia, que claudicaba pidiendo el armisticio justo el primer día del verano de 1940.

Pero, de momento, en el otoño de 1939, aunque no se combatía, las armas se mantendrían en alto. Francia no atacaba porque su doctrina militar imponía una estrategia defensiva a ultranza. Alemania no desataba su ofensiva porque, por razones sobre todo logísticas, el Overkommando der Wermacht (OWK, el Alto Estado Mayor de las fuerzas armadas) ponía excusa tras excusa para retrasar las exigencias del Führer. Italia no atacaba porque ni estaba en guerra ni preparada aún para estarlo. Pero todos se organizaban para el siguiente asalto. Más que una «falsa guerra», como la denominaron sus contemporáneos, sólo había una «falsa tregua».

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