OPINIÓN

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Dior marcó el talle y la línea de las caderas, dio un nuevo realce al pecho, amplió la largura y el volumen de las faldas y volvió al lujo de los tafetanes, los satenes y las telas con cuerpo. Fue la alegría de vivir después de las penurias de la guerra, el New Look conceptual descrito por la vieja Carmel Snow tras ver uno de aquellos desfiles de la línea Corolle en el atelier del 30 de la Avenue Montaigne.

Un momento histórico en la historia de la moda, pero no una revolución o una liberación tan acusada como las logradas antes por Gabrielle Chanel en los años 20 y 30 con su estilo garçonne o después Saint Laurent en los 60 con su androginia de los trajes chaqueta femeninos. En todo caso, la gran aportación de Dior fue más allá de su propia obra o de su singular biografía, uniendo su nombre al mejor saber hacer de una alta costura que ha pervivido con su etiqueta a pesar de la posmodernidad, del cambio social operado a mediados de los 60 y de los modernos métodos de producción y diseño. Obviamente, en ello han tenido mucho que ver tanto la sobriedad de Marc Bohan y Gian Franco Ferré y la genialidad teatral y refrescante de John Galliano como el músculo financiero y la sagacidad comercial de Bernard Arnault, el verdadero artífice en la consagración sociológica de la industria del lujo. Un éxito de muchas décadas, por supuesto, que debe pervivir en la memoria y en la realidad.