Váyanse a Parla
Actualizado: GuardarHoy se repite la escena. Háganse la composición de lugar. Estación de autobuses. El padre ayuda a cargar las maletas. La madre, que apenas puede contener una lágrima, repite los mismos consejos de siempre. «Mete la comida en el congelador, desdobla la ropa cuando llegues, y no te olvides de llamar». Los hermanos, aún en el instituto, se dan abrazos y se prometen visitas que en pocos casos llegarán a realizar.
Un claxon rompe el murmullo del andén. El Socibus, ese autobús cuyo color raya en el cojetusismo, cierra las puertas y da marcha atrás, mientras se vislumbra un enjambre de manos por las ventanillas. El padre coge del brazo a la madre y juntos, van a buscar el coche, mal aparcado en algún rincón de Madre de Dios, hablando de cualquier cosa vanal mientras ambos tienen puesto el pensamiento en una habitación vacía.
Si no les gusta esta estampa, tienen más para elegir. Por ejemplo, a las cinco de la tarde en los andenes de Renfe, en la salida del Altaria, en el Aeropuerto o en garajes privados donde se están cargando maleteros y se reparten besos. Todos conocemos algún caso. Compañeros de clase, hijos de vecinos, sobrinos...
Ya somos 200.000, pero no estamos todos. A pesar de la Andalucía Imparable, la Segunda Modernización, y los 10.000 empleos del CAI y Equinoccio, la mayoría de la generación más preparada de jerezanos se gana las papas en una cocina de Palma, poniendo ladrillos en la Costa del Sol o tragando metro en un suburbio de Madrid. Y si nuestros políticos no se lo creen, que se vayan a Parla y lo vean.