ALGARABÍA. Durante varias jornadas la gente sale a la calle para celebrar el cambio. / FOTOS: LA VOZ
BASES INSTITUCIONALES DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Entre la ruptura y la reforma

Los partidos monárquicos ganaron apuradamente en el conjunto de España, pero los republicano-socialistas se hicieron con el poder en las grandes ciudades. Esa victoria parcial (o la «derrota moral» de sus oponentes) bastó para que se proclamara la República en muchos ayuntamientos y para que se sucedieran las manifestaciones. TEXTO: MANUEL ÁLVAREZ TARDÍO PROFESOR DE HISTORIA POLÍTICA

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Era un 13 de abril, pero faltaban todavía doce meses para que se proclamara la Segunda República española. Corría el año 1930 y no hacía mucho que la dictadura del general Primo de Rivera había terminado. Ese día, toda la atención política del país estaba puesta en un ex ministro de la monarquía y miembro del Partido Liberal llamado Niceto Alcalá-Zamora. Había anunciado que hablaría en el Teatro Apolo de Valencia y eran muchos los que esperaban algo sonado. No defraudó; se declaró a favor de la República, explicando que la «legalidad constitucional» estaba «deshecha» y era «imposible de reconstruir».

Nada podía ser más positivo para los republicanos que el hecho de que un ex monárquico liberal diera por imposible la asociación de monarquía y régimen constitucional. Faltaba, no obstante, que aquellos fueran capaces de superar su tradicional división. El movimiento republicano creció sustancialmente durante aquel año, pero nunca llegó a ser tan fuerte como para derrotar al régimen monárquico en la calle con la tradicional huelga revolucionaria. Lo intentaron, de hecho, y el fracaso fue estrepitoso. Sin embargo, la oposición republicana sí consiguió algo que habría de resultar trascendental para su victoria: a mediados de agosto sellaron, en San Sebastián, la unidad de acción de casi todos los partidos republicanos. No eran pocas ni menores las diferencias entre ellos, pero pudieron constituir un comité revolucionario conjunto que serviría, a la postre, para dar forma al futuro gobierno provisional de la República. Fue esa unidad de acción, más importante en el terreno de la propaganda que en el de la movilización popular -aunque esto tardaran en entenderlo-, lo que, unido a la desorientación y debilidad creciente de los partidarios de la monarquía, más debilitó la causa monárquica.

La Segunda República se proclamó el 14 de abril de 1931. No fue el fruto de una revolución violenta ni el resultado de un proceso de transición pactado. Fue una consecuencia no prevista de los resultados de unas elecciones locales celebradas dos días antes. A la vista del triunfo de la coalición republicano-socialista en las grandes ciudades, y una vez informado de que el gobierno interpretaba los resultados como una derrota moral, Alfonso XIII decidió dejar el país.

Aunque hubiera sido de forma pacífica y hasta cierto punto festiva, para la mayoría de los miembros del movimiento republicano, incluidos los socialistas, lo ocurrido aquel 14 de abril fue interpretado como una revolución en toda regla. Estaba por ver, sin embargo, en qué habría de traducirse esa amplísima generación de expectativas de cambio.

En un principio, el nuevo Gobierno actuó conforme a las ideas de su presidente, Alcalá-Zamora, partidario de construir una República conservadora. Fue él quien tomó las riendas del Ejecutivo e hizo público, previo acuerdo del mismo, un Estatuto Jurídico en el que se afirmaban algunos principios liberales básicos, se garantizaban los derechos civiles y se prometía la reunión de unas Cortes Constituyentes. La declaración sirvió al menos para tranquilizar a las clases medias y reforzar la posición del sector de la derecha católica, que defendía la moderación y el posibilismo. La Iglesia católica, de hecho, y aún con el desacuerdo de destacados prelados, manifestó oficialmente su voluntad de acatar el nuevo régimen.

Objetivos

Sin embargo, no era ese comienzo proclive a la negociación con las instituciones del antiguo régimen lo que la izquierda republicana y los socialistas, que tenían más de la mitad de las carteras ministeriales, deseaban. Su idea de la «revolución republicana» era otra bien distinta, en la que el proceso no se agotaba en la caída de la monarquía, sino que debía traducirse en una obra legislativa profunda y urgente. Convencidos de que en el pasado, la modernización del país había sido imposible por el espíritu transaccional de los viejos liberales, ansiaban una República que no traicionara una vez más las aspiraciones de cambio del pueblo.

Para ellos no se trataba de reformar; la palabra reforma, de hecho, apenas formaba parte de su vocabulario político. Había que llevar a cabo una transformación radical de la sociedad y de las instituciones, y eso sólo podrían hacerlo los republicanos. No había tiempo que perder ni necesidad alguna de concebir la nueva democracia republicana como un sistema político en el que tuvieran cabida los representantes de ese antiguo régimen a extinguir.

La historia de los meses que transcurrieron desde abril de 1931 hasta la aprobación de la Constitución republicana, en diciembre de ese mismo año, estuvo fuertemente condicionada por la tensión entre esas dos posturas. De un lado, la República conservadora o respetable de la derecha republicana, partidaria de negociar con la Iglesia la separación de esferas y de establecer un marco constitucional que recogiera mecanismos como el Senado, con los que amortiguar el impacto de la llegada repentina de la movilización democrática. Sus posibilidades de éxito mermaron considerablemente a raíz, primero de la quema de conventos en mayo de 1931, y segundo por los decepcionantes resultados electorales de los republicanos conservadores en las elecciones constituyentes celebradas en junio.

Tendencias

De otro, los socialistas y la izquierda republicana más extrema, los radical-socialistas, que cosecharon un buen resultado electoral, partidarios de que la Constitución recogiera un programa de cambio revolucionario que asegurara el cumplimiento de las expectativas despertadas en abril. Entre medias, el centro-izquierda republicano liderado por Azaña, con una pequeña minoría parlamentaria, y el Partido Radical de Lerroux, el segundo grupo de la Cámara, los dos con posturas ciertamente ambiguas con relación a la idea de constitucionalizar la revolución, aunque ambos acabaran apoyándola con más o menos reservas.

La Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931 recogió gran parte de los principios básicos del constitucionalismo moderno, como las libertades fundamentales de conciencia, expresión y asociación, y aquellos aspectos que se relacionan normalmente con un sistema democrático, como la elección del Congreso por «sufragio universal, igual, directo y secreto». En algunos aspectos, no hizo sino ampliar el abanico de libertades reconocidas en la Constitución monárquica de 1876, pero por muchas otras razones, el de 1931 fue un texto nuevo, que suponía una ruptura con la tradición constitucional liberal y que incorporaba aspectos del constitucionalismo de entreguerras.

Sin embargo, ese carácter aparentemente liberal democrático se vio seriamente amenazado por diferentes aspectos del articulado que suponían, o bien un recorte arbitrario de las libertades, o bien la inclusión de puntos programáticos de los partidos de izquierdas cuyo lugar no era un texto constitucional que aspirara a convertirse en unas reglas del juego asumidas por todos los españoles.

En verdad, siendo eso que el presidente de la comisión constitucional del Congreso, el socialista Jiménez de Asúa, llamó un texto «avanzado», aquella Constitución tenía un defecto central: no era el fruto de un consenso amplio que incluyera a sectores conservadores dispuestos a convivir dentro de una república. Y ese consenso no fue posible, no sólo porque la derecha católica fuera en muchos casos contraria al régimen republicano, sino porque la coalición parlamentaria que formaron socialistas, radical-socialistas e izquierda republicana concebía la democracia como un medio al servicio de un programa de partido. Lejos de estar preocupados por cómo limitar el poder para garantizar los derechos y libertades de los individuos, querían tener a toda costa un texto constitucional que forzara a los futuros gobiernos a cumplir con su programa de cambio radical. Por eso, aquella mayoría no sentía pudor alguno en reconocer con orgullo que la Constitución era, como dijo el propio Jiménez de Asúa, «una Constitución de izquierda».

A la aprobación parlamentaria de la Constitución no le siguió un referéndum ni una disolución inmediata de las Cortes, como le hubiera gustado a Lerroux, sino un año y medio largo de gobierno presidido por Azaña, y apoyado por los grupos parlamentarios socialista y radical-socialista. Su programa, como cabía esperar de su actitud en el debate constituyente, consistió en desarrollar la legislación básica prevista en la Constitución. Algunas fueron políticas necesarias para modernizar la economía o el sistema educativo español, pero otras siguieron la pauta fijada de antemano de acentuar la ruptura con el pasado, permitiendo que se lesionaran derechos individuales so pretexto de acelerar la transformación social y cultural del país.

Si algo consiguieron no fue, precisamente, debilitar a las fuerzas reaccionarias que supuestamente amenazaban la República, sino provocar una reacción gigantesca de los agraviados de la política religiosa y laboral, que se organizaron lenta, pero eficazmente, en una gran coalición conservadora que lideró el joven católico José María Gil Robles, y que se aglutinó, bajo las siglas de CEDA, en torno a un programa de revisión constitucional. Al mismo tiempo, los radicales de Lerroux empezaron apartándose del gobierno y manifestando que eran partidarios de una interpretación más moderada de la Constitución, para terminar instalándose en el centro-derecha y acercándose a posiciones revisionistas, además de antisocialistas.

A mediados de 1933, si bien el Gobierno había conseguido detener a tiempo una rebelión militar encabezada por el general Sanjurjo, y aprovechado esa circunstancia para dar una vuelta de tuerca más en su lucha contra la derecha católica, por un lado, y en su programa legislativo -incluida la reforma agraria y el estatuto de Cataluña-, por otro, la crisis política irrumpió con fuerza. Diferentes factores contribuyeron a ello, como la división de los radical-socialistas, la creciente insatisfacción de las filas socialistas con la política gubernamental, o la ofensiva anarquista -que había puesto en serios apuros al gobierno Azaña con motivo de los sucesos de Casas Viejas-.

Crisis política

Ahora bien, el punto que determinó el principio del fin del primer bienio fue la ley de confesiones y congregaciones religiosas aprobada a principios de mayo de 1933, la tan anhelada ofensiva final contra la red de enseñanza primaria y secundaria que regentaban las órdenes religiosas. Basada en una interpretación extrema del ya de por sí radical artículo 26 de la Constitución, la ley puso en pie de guerra a los católicos y supuso un divorcio irreversible entre Alcalá-Zamora y el jefe del gobierno.

Aún habría de pasar un verano, pero tras volver a la actividad parlamentaria se produjo la crisis definitiva y, una vez fracasado un intento de constituir un gobierno republicano presidido por Lerroux, el presidente de la República decidió que había llegado la hora de disolver las Cortes constituyentes. Las primeras elecciones generales ordinarias de la República, cuya primera vuelta se celebraría el 19 de noviembre, acabarían convirtiéndose en un referéndum aplazado sobre la Constitución. Para sorpresa incluso de sus protagonistas, la CEDA consiguió el mayor número de escaños, seguida por el centro-derecha de Lerroux y a bastante distancia del primer partido de la izquierda, el socialista. No pasarían mucho sin que pudieran comprobarse las nefastas consecuencias de haber entendido y diseñado la democracia republicana como si se tratara de un patrimonio susceptible de ser propiedad exclusiva de una coalición de partidos.