MAR DE LEVA

Cuando el móvil suena

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De jovencito me gustaba viajar en autobús porque escuchar las conversaciones de la gente que tenía alrededor compensaba que uno tuviera siempre la sensación de que andaba metido entre socavón y vaivén en un lentísimo camión de ganado o un tren con destino Mathausen. Debe ser por vivir donde vivimos, donde el lenguaje es recreación constante, y donde cualquier giro expresivo, cualquier historia oída a medias te da material para terminar fabular batallitas que ni el abuelo Cebolleta.

Como apenas uso los transportes públicos ya, hay algo que cada vez que cojo un autobús me llena no de la curiosidad de antaño, ni la admiración hacia los retruécanos lingüísticos de la zona, sino de pudor.

Les hablo de los móviles, claro. Estás tu allí apoyado a la barra o al quicio de la mancebía de la puerta que nunca sabes exactamente con qué retorcido mecanismo abre, con el dedo presto para darle al botoncito que anuncia la parada, no vaya a ser que el conductor se la pase, y de pronto ves que se alza una voz por encima de todo el traqueteo del autobús, y de las conversaciones más normales de otra gente que se cuenta sus males o de chaveas que ponen verde a profesores sin que les importe que otro profesor quizá del mismo colegio esté allí intentando no caerse, o de niñatas de piercing en el interior del labio superior (que es lo que se lleva ahora, oigan, justo entre la encía y por dentro de la boca) que se cuentan por qué no pueden tragar a menganita o que todavía quisieran saber qué demonios se tomaron en el último macrobotellón que ni se acuerdan de en qué momento decidieron hacerse el tatú que ahora les adorna la rabadilla.

Es la mar de moderno, esto de tener móvil y estar localizable a todas horas (menos cuando la vocecita mecánica te dice aquello de que está apagado o fuera de cobertura, cosa que pasa, según la ley de Murphy, sólo cuando haces una llamada importante). Y líbreme San Cleto de criticar a nadie (no es por criticar, es comentar, que dicen mis vecinas en la esquina cuando se ponen a darle a la mojarra), pero a mí me da cierto reparo enterarme de la conversación telefónica de otra gente a la que no conozco de ná, con la que voy a cruzar mi vida unos insoportables veinte minutos de traqueteo, más que nada porque el interfecto habla con un tono de voz que dan ganas de ponerte firmes y a mí me interesa poco enterarme de lo que van a ponerle esa noche de comer, de lo que le ha dicho el de la hipoteca o me suena a perogrullo que insista una y otra vez, porque el otro comunicante no lo oye, que está en el autobús y se empeña en hablar más fuerte, como decía Pepe da Rosa (y era verdad) que hacemos con los turistas que no nos entienden.

Digo yo que podrían, no sé, hablar más bajito. O decir ahora te llamo. O mira, dentro de veinte insoportables minutos de traqueteo vuélveme a llamar. Nada. Ahí todo el mundo se entera de la mitad de la conversación, que suele ser una tontería la mayoría de las veces y que a mí me llena de pudor, ya les digo, porque me parece que soy agente encubierto de la CIA de esos que van con la camiseta forrada de cables y el micrófono preparado para detener a alguien. Hace unos días, además, una bella señorita mantuvo una charla a voz en grito, pero cabreada de verdad, con un enfado de mil pares ella sola, levantando cada vez más la voz y poniendo de chupa de dómine al insensato que había tenido la ocurrencia de llamar o de pulsar el botoncito verde de su móvil respectivo.

Era una guiri-guiri. Rusa, me parece, porque no se le entendía más que le iba a dar un patatús grandísimo de un momento a otro y que como tuviera cerca al otro, lo iba a correr a gorrazos, tovarich.

Imagino que, como toda la otra gente que tira de móvil en autobús, le importaba un caneco lo que pudiéramos estar pensando, si además no le pillábamos ni palabra. Y todos los demás viajeros allí, soportando el chaparrón y los perdigones, mirando para otro lado, y disimulando, aunque todos lampáramos por enterarnos de qué iba la bronca. Qué menos: nos había sumergido a la fuerza en esa parcela de su intimidad a la que renunciaba de aquella forma, invadiendo de paso nuestra intimidad sonora propia.