LA COLUMNA

¿En qué país vivimos?

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Cuando Alfred Nobel se dio cuenta de que cualquier movimiento brusco hacía estallar un líquido que había denominado nitroglicerina compró un barco y se puso a experimentar en el centro de un lago. Un buen día observó que un barril de su peligroso líquido rezumaba y que parte de él había sido absorbido por el embalaje, que estaba hecho de una especie de barro de diatomeas. El barro impregnado no estallaba por más golpes que le dieran, y solamente lo hacía con ayuda de un fulminante. Así que decidió confeccionar unos cilindros de una arcilla porosa e impregnarlos en nitroglicerina. A esa mezcla la llamó dinamita. Cuando Andreas Latzko estaba a punto de morir escribió: «Mi padre nació en Trieste, bajo la dominación austriaca; mi madre, en Trento, conquistada por los italianos. Cuando se casaron fueron a vivir a Alsacia, gobernada por los franceses, y allí nació mi hermano mayor. En el mismo país y en la misma casa nací yo pocos años después, pero bajo la dominación alemana. Si los Ejércitos aliados luchasen meramente contra Austria y Alemania, yo, en mi condición de alemán, odiaría a mi madre, italiana, y a mi hermano, de nacionalidad francesa; odiaría a mi padre, austriaco, y él y yo combatiríamos en ejércitos enemigos, defendiendo el suelo de nuestras patrias, a pesar de haber nacido bajo el mismo techo».

Hoy se están produciendo en Europa dos movimientos, el centrífugo y pragmático, que busca la integración de las naciones y los mercados en espacios políticos y económicos más abiertos, aunque sea a costa de cesiones de soberanía, y el centrípeto y sentimental, que bulle por lograr mayores cotas de autogobierno o autodeterminación basados en los mercados cautivos de la nación de la que pretenden segregarse. Lo que sigue ya se sabe: los experimentos, con gaseosa. O si son con dinamita, en medio de un lago.

No se puede poner al Estado en almoneda ante algo tan explosivo como los nacionalismos, que llevan a la penosa situación de Andreas Latzko.