LA RAYUELA

El hombre del tiempo

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En el franquismo, la televisión se convirtió en un esperpento valleinclanesco que, gracias a la censura, reflejaba un país que nunca existió. Convirtiendo la información en propaganda (¿que tiempos, qué ministros del ramo!) hacía casi imposible la labor periodística. Los telediarios eran artificios de ocultación y de credibilidad nula. Sólo un hombre mantenía en aquel piélago de medias verdades su credibilidad profesional. Era el Hombre del Tiempo, un joven Mariano Medina, que cuando salía en pantalla era escuchado con atención y respeto: los provectos padres de familia pedían silencio en las mesas y se chistaba en los bares a los que hacían demasiado ruido con el subastao. Paradójicamente, gozaba de credibilidad el hombre que establecía pronósticos sobre un futuro tan incierto como el de nubes y vientos, isóbaras, anticiclones o mareas. Y nada consiguió deslegitimar su trabajo: ni los frecuentes desaciertos provocados por una inexistente tecnología meteorológica española, ni la proclividad del Régimen para politizarlo todo (la «pertinaz sequía» podría ser consecuencia de los inventos rusos).

Sin embargo, «los tiempos cambian una barbaridad» y en el nuevo siglo, hasta el tiempo ha entrado en la categoría de lo censurable y controlable por el poder. La razón es obvia: el modelo de crecimiento no sostenible dominante en el mundo, al combinar el calentamiento atmosférico, la explosión demográfica y la explotación sin freno de los recursos no renovables, convierte a la climatología en un factor estratégico en la economía, la guerra, la salud y la enfermedad y el bienestar de la humanidad. Elementos naturales como el agua serán pronto más esenciales para los gobiernos que el petróleo. Y se consumirán cada vez más recursos públicos y privados para defendernos de un clima hostil que provocará desastres de una intensidad y frecuencia desconocida, en correlato con el progresivo deterioro medioambiental del planeta.

Los científicos ponen sobre el tapete datos cada vez más apabullantes al respecto, incidiendo en una opinión pública que, aunque ligeramente atontada, es consciente cada vez más de que el problema no es abstracto ni lejano: los desastres o la escasez están lamiendo el césped de su jardín. El gobierno americano, que imposibilita el acuerdo pactado en Kyoto sobre el clima mundial, está mosqueado con los meteorólogos porque van por ahí constatando ante el gran público los resultados de su egoísmo suicida. Por ejemplo, han puesto proa a James Hansen, responsable de la evolución del clima en la NASA. Sus declaraciones al New York Times no han sentado nada bien a los administradores del Katrina y otros desastres, que están censurando y desprestigiando al científico, como hicieron con quien puso en evidencia las mentiras de la compra de uranio que avalaron la invasión de Irak. Tratan de impedir la difusión de la película Una verdad molesta, presentada en Sundance por Al Gore y quieren controlar el uso del sistema meteorológico conjunto UE-EEUU. Con la nueva censura, justificada pero no justificable por el terrorismo, cualquiera que diga lo que piensa de la evolución del clima, sus causas y consecuencias podrá ser tomado por un sospechoso colaboracionista.

Así que ¿ojo al parche! Cuando vuelvan a escuchar o ver a algún hombre o mujer del tiempo, no se fíen y hagan como con las demás noticias: escuchen los silencios. Con frecuencia son más elocuentes que las palabras.