El viento de levante
Actualizado: Guardar«De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños»
A. Machado
¿Cómo había de olvidarte, querido viento nuestro, eterno compañero gaditano, si desde que nacimos has estado junto a nosotros, inseparable amigo de todas mis horas? ¿Ah, gaditano de pro, padre de éste Cádiz, al que la mar enmadra, ausente a veces -¿tantos días sin venir!- pero presente, cuando menos se esperaba, para seguir de viernes a viernes, hostigando, percutiendo en la soledad de las horas de estudio, en la alegría del juego, o en ese momento inolvidable de la tristeza infinita!
Cualquiera que sea la opinión, que tengamos cada uno de ti, tu vas con todos los que nacimos en Cádiz, donde quiera que estemos.
Porque eres un gaditano más, tan viejo como sus piedras milenarias, testigo inmortal, que conociste a Columela y los Balbos y estuviste aquí -viento de muerte- cuando el inglés arrasara la ciudad, y presenciaste terribles epidemias, y contemplaste los despojos que regresaban vencidos desde Trafalgar como un viento de dolor y de derrota.
Fuiste viento de libertad, cuando en el siglo pasado, surgiera aquella Constitución, en San Felipe, y en el grito de Topete, y qué sé yo, cuánto podrías contar, si alguna vez te decidieras a hablar, Matusalén de los vientos, o quizás, sin edad alguna, condenado a vagar eternamente, hasta que se consuman los siglos.
Algunas mañanas, cuando despertábamos para ir al Instituto oíamos cercano el silbido del tren, y hasta en ocasiones, parecía que percibíamos el chu chu del vapor de la locomotora y el chirriar inicial de sus ruedas, porque daba la impresión de que el aire se hacía más trasparente, y multiplicaba y repartía sonidos, ecos infinitos
Y por la calle Guanteros, comprobabas lo que ya sabías desde que te habías levantado: que estaba ahí, que ya había llegado. Porque en casa, vibraban las persianas de los balcones, se escuchaban imprevistos portazos, y entraba por las ventanas, un embate cálido, ardiente y seco, una corriente espesa, que aturdía y enervaba.
Y el viento -ese viento- olía a desierto, a arenales desatados, que prolongaba las voces, cerraba y abría ruidosamente las casapuertas, tiraba a la calle las macetas, mientras las plantas iban muriendo lentamente sobre el asfalto, y había un olor a muerte de jazmines y claveles.
La calle San Francisco era como un largo, largo embudo, que conducía aquella vendabalera tortuosa que venía desde Canalejas, a través de las otras calles que desembocaban en ella. Los paraguas o sombrillas -porque era igual en invierno que en verano- se volvían del revés, volaban los sombreros que sólo llevaban las personas mayores, y a cada instante murmuraba el viento un silbido hondo y penetrante, que semejaba una sinfonía de tonos extraños.
Las clases, en los pisos altos del Instituto se hacían tediosas y monótonas, y por las ventanas, veíamos las azoteas de las casas de enfrente; y en los tendederos, las blancas sabanas puestas a secar al sol, tremolaban y se agitaban, como pálidas banderolas, pidiendo al viento, una paz, que no le concedía.
La Plaza de San Agustín estaba desierta y era un revoltillo de papeles danzando, programas de cine volando de un lado a otro, sin destino fijo, mientras a algún estudiante se le había escapado una cuartilla con apuntes, que subía y bajaba, en espirales incontroladas. Acaso, ya lo lejos, se veía a un guardia municipal, lo que aprovechaban los más inquietos, para meterse con él, llamarle churi y correr a refugiarse en el patio del Instituto, donde los agentes de la Autoridad, no podían entrar, por aquello del fuero universitario.
La calle Rubio y Díaz, era una tolvanera incesante, y si cogías por Argantonio, el viento tenía un hálito terrible y desolado, como si procediera de aquellas desconocidas y profundas grutas, cavernas de un Tartesos imaginado, y viniese como una manada de furia desbordada, que ni el mismísimo Gerión era capaz de dominar.
Toda la ciudad se excitaba, o se desmadejaba, y los nervios estaban a flor de piel. Daba la impresión de que sus habitantes se habían transformado y sus rostros parecían trazados por una misma mueca desencajada.
Las campanas de la Catedral sonaban con un grave y serio don don, y habían perdido su cascabelero sonido -din din-, las de las iglesias. Lentamente, los caballos, con desgana tremenda, arrastraban la viejas berlinas, mientras los cocheros, apenas sin fuerzas, cansinos y desmadejados, dejaban oír un tenue hilillo de voz: «¿Caballo, con la mosca!»
Viento de levante, temido y añorado. Viento por la Plaza de San Juan de Dios, despeinando ferozmente a las palmeras, que se cimbreaban como si iniciasen un baile de muerte y se fueran a tronchar por la cintura. Viento procaz y atrevido, que levantabas las faldas a las muchachas mañaneras que por allí pasaban, que púdicas y azoradas, las bajaban en una rápida e instintiva reacción. Y entre tanto, imperturbable y sereno, sin inmutarse, el alcalde, aquel Marqués y Almirante, de pulcra barba, puntiaguda y blanca entraba despacito en el Ayuntamiento, seguido de su fiel don Luis Machuca -varios de sus hijos estudiaban en el Instituto- que era el jefe de los Municipales y que lucía unos espesos y poblados mostachos.
Pero yo no sé por qué, esa salida de los seminaristas, era para los gaditanos señal indeleble que el levante estaba cerca, y se oía por las callejuelas más escondidas, o por las calles más céntricas, por todas partes: «ojú, mañana, levante». Porque el viernes era el día preferido para que estallase el viento, que ya había anunciado su llegada, con aquellos involuntarios mensajeros, con bonetes y vestimenta con colores roji-negros. Y por los barrios por toda la ciudad, la gente estaba al linquidoi.
Posiblemente sería casualidad, pero al día siguiente, ya llegaba. Era un ciclo periódico, como una noria que iba y venía con sus eternos cangilones; y otra vez a esperar. Aunque en muchas ocasiones, había gaditanos optimistas, que jaleaban al viento, se divertían con él y de él, y le quitaban importancia, con una frase del fondo de nuestro pueblo. Y entonces sonaba, con el más popular de los acentos, una frase que decía: «Ná hombe, ná, que esto no es ná. Que no es má que unas rachitas d'aire».