Yolanda Vallejo

Y 500 días

Tenemos una perversa tendencia a cuantificarlo todo, a demandar datos y a proporcionarlos con una facilidad pasmosa, recargando cada discurso, cada opinión, cada charla de casapuerta con algún dato

Yolanda Vallejo

Tenemos una perversa tendencia a cuantificarlo todo, a demandar datos y a proporcionarlos con una facilidad pasmosa, recargando cada discurso, cada opinión, cada charla de casapuerta con algún dato, con algún número, como si el lenguaje solo no bastase, como si ya no fuera suficiente aquello de «una palabra bastará para sanarme», como si las cifras pesaran mucho más que las letras. Claro que no tiene el mismo efecto decir que el debate del lunes pasado lo vio muchísima gente, que decir que lo vieron nueve millones y medio de personas, ni tiene el mismo efecto sentenciar que soportamos una deuda municipal grandísima, que decir que cada gaditano nace debiendo mil setecientos euros. Pesa, es cierto. Y condiciona. Y agrede mucho. Pero es que, además, tenemos una tendencia muy, pero que muy perversa, a cuantificarlo todo, a cifrarlo todo. La era del big data lo llaman los pedantes, los que todo lo miden en números –ellos no lo saben, pero esto ya lo hacía Joaquín Prat en El Precio Justo sin necesidad de Twitter–, los que alimentan su asombro diciendo que la cantidad de información que manejamos actualmente es tan grande, que cada like o cada follower es una pequeña recompensa para la vanidad nuestra de cada día. Será.

Estamos en el mundo del todo cuantificado. Nadie puede negar que tener más datos sobre cualquier cosa es siempre positivo y ayuda a precisar los análisis y a procesar correctamente –o no, no lo tengo muy claro– la información. Ya sabe usted cuánto me sublevan las estadísticas y qué difícil me resulta siempre su interpretación. Fui durante año y medio conejillo de indias del Instituto Nacional de Estadística y eso me ha marcado muchísimo, porque me obligaba a contar cuántas veces iba al baño cada día o qué cantidad de coñetas caleteras me comía al mes, y luego a escribirlo todo pulcramente en unos cuestionarios para que no se me olvidara nada; un horror que no le deseo ni a mi peor enemigo. Y a pesar de todo, entiendo que lo del dato sea necesario. Más ahora, que andamos medio inmersos en la locura de las encuestas, las intenciones de voto y los análisis preelectorales.

Y toda esta vorágine nos coge en mala época para los que desconfiamos de los números, en plena época de inventario y balance. Ese terrible momento en el que todos los medios de comunicación se ponen a la misma tarea, la de plantarnos en la cara como una bofetada sin mano, la cuantificación de cuanto somos y cuanto hemos sido en los últimos doce meses. Ya sé que usted le pasa lo mismo, que cuando empieza a ver los resúmenes anuales se pregunta internamente ¿pero este no se había muerto ya?, y entra en una especie de deja vú que le hace aún más vulnerable ante las cifras.

Así que andamos especialmente sensibles a la elaboración de listas cuantificadas. Según un estudio elaborado por YourTrendryBox.com –que debe tener la misma credibilidad que los que hacía el doctor Grijandemor– los españoles gastamos ciento cuarenta días completos de nuestra existencia en ir a comprar ropa, lo que dicho así, sin anestesia, supone casi tres meses menos de vida; o más, si tenemos en cuenta la variable de que habrá algún español que no consuma el tiempo que le corresponde y tengamos que repartirlo entre todos. Nada comparado, desde luego, con los seiscientos días que según la misma plataforma de shoppers –no pronunciar como el choperpor– empleamos vistiéndonos a lo largo de nuestra vida, algo que habría que multiplicar por dos en el caso de que, como es lógico, se desvista uno en algún momento. Un disparate, lo sé, y hasta respeto que considere usted una pérdida de tiempo –a ver si algún día lo cuantifica– seguir leyendo esto.

Pero en mi descargo le diré que lo que más asombroso de este rigurosísimo estudio es la cuantificación del tiempo que pasamos los españoles en una cola. 500 días y 500 noches. Como lo lee. Quinientos días haciendo cola. Ahora lo entiende mejor, ¿verdad? Se lo dije, no es lo mismo decir que ha estado un rato grandísimo en la cola del Primark que ponerle, de pronto, cifras a la letra de la canción.

Y eso que el muestreo no se ha hecho en Cádiz, evidentemente, porque entonces habría que haber multiplicado por tres el resultado. También podríamos hacer marca de esto, ‘Cádiz, capital de la cola’. Porque no hay nada que guste más en esta ciudad que hacer una cola –para lo que sea- e intentar saltársela también. Para ver un belén, para escuchar a Pablo Iglesias, para ver en vivo y en directo a Albert Rivera y constatar que tanta perfección no es de plástico, para entrar en el Corte Inglés, para salir de El Corte Inglés, para comprar lotería, para recoger alimentos, para donarlos, para hacerse una foto con un fingido paje de los Reyes Magos… yo que sé. Hasta para ver una absurda réplica de la Copa del Mundial me tragué una vez una cola de dos horas y media. En fin.

Es lo que les decía al principio, tenemos una relación masoquista con los números. Tan masoquista, que sabiendo que se nos van quinientos días –año y medio, más o menos– de vida haciendo cola, estamos esperando el 4 de enero como quien espera el alba.

¿Usted también quiere entradas para la función del día 15 del COAC? Pues a la cola.

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