Yolanda Vallejo - OPINIÓN
Las correcciones
Los remilgos del lenguaje políticamente correcto están sirviendo –y de qué modo– para entorpecer la comunicación
Una de las primeras cosas que aprendí cuando estudiaba Semántica, –esas cosas que se estudian y parecen que no sirven para nada– es que la palabra perro no muerde. Así dicho, puede parece una obviedad, pero lo que pretendían enseñarnos con ese ejemplo es que una cosa es el significante, y otra muy distinta es el significado de las palabras, por mucho que estén condenados a entenderse.
No es la palabra perro la que muerde, sino la intencionalidad con la que se usa, la función que ese momento esté ejerciendo el término. No es lo mismo decir «ahí viene el perro», refiriéndose al animal que nos hace compañía, que decir «ahí viene el perro» cuando aparece el jefe por la puerta. Hasta ahí estamos todos de acuerdo, o no. Porque en el mundo de lo políticamente correcto hemos conseguido pervertir el lenguaje de tal manera que la prevalencia del significante se impone, en muchas ocasiones, a la oportunidad del significado.
Dicho de otra manera, los remilgos del lenguaje políticamente correcto están sirviendo –y de qué modo– para entorpecer la comunicación, que por si alguien tiene alguna duda, es la base del lenguaje. Cada vez nos cuesta más expresarnos sin caer en la ofensa hacia alguien, o hacia algo . Y esto, como casi todo, se lo debemos a la cultura yanqui, donde el papel de fumar sirve para coger cualquier cosa. Hace unos años, un conocido profesor español de la Universidad de Harvard se quejaba de que, al leer con sus alumnos ‘Tres sombreros de copa’ de Mihura, media clase se le había escandalizado porque uno de los personajes de la obra teatral se hacía llamar ‘El Negro’ –menos mal que no les puso a leer el Fray Gerundio– «Oh, my God» decían los pacatos alumnos, «el autor está ofendiendo a la comunidad afroamericana», y proponían la atenuación –que es como la interdicción lingüística llama suavemente al eufemismo– de «el moreno», cargándose de un plumazo el texto original. Y mire usted, le pese a quien le pese, una persona de raza negra es un negro, igual que una persona de raza blanca, es un blanco. Y no hay más, a menos que uno utilice el término cargándolo de connotaciones racistas, o peyorativas. El significante, el significado, lo que le decía al principio.
Cuando aquí nos llegó la moda de la corrección lingüística –y no hablo solo de la cuestión de género–, la abrazamos con la sed del neófito. Más correctos que nadie. Más eufemismos que nadie, «tercera edad», «discapacitado» –esta palabra por cierto, me parece muy peyorativa también, porque lo que significa es que alguien no tiene capacidad para algo–, «larga enfermedad», «familia desestructurada», «establecimiento penitenciario», «asiático», «faltar a la verdad» o «importantes desencuentros», se instalaron en nuestro vocabulario, solo para señalar al faltón que osara utilizar otro término.
Como auténticos niños chicos; lo que no se dice, no existe, y santas pascuas, aunque yo, que soy muy de Jonathan Franzen, me quedo con algo que escribió en su magnifica novela ‘Las correcciones’: «Ejercer la crítica de una cultura enferma, aunque nada se consiguiera mediante la crítica en sí, siempre le había parecido un trabajo útil». Porque quizá, con la crítica de esta aberrante perversión del lenguaje, no consigamos que el emperador se cubra sus vergüenzas, pero al menos, servirá para que alguien se entere de que va desnudo.
En las cotas más altas de la hipocresía generada por este tipo de correcciones lingüísticas, se encuentran el «yo soy muy sincero» , el «yo digo las cosas a la cara, guste o no guste», y el «hay que llamar a las cosas por su nombre», más propios de los tronistas de ‘Mujeres, Hombres y Viceversa’ que de los que ejercen algún tipo de cargo público. Pero es lo que tenemos. Representantes políticos que hablan de «presos políticos», de «represión», de «demofobia», de «fascistas», de «golpe de estado», sin saber –espero, sinceramente, que sin saber– el verdadero significado de estas expresiones. Significante por encima del significado, no lo olvide. La palabra perro royendo el hueso.
La palabra, decía Miguel Hernández, es un arma cargada de futuro. Con el uso que le estamos dando, la hemos convertido en un arma de destrucción masiva, porque efectivamente, hay que desterrar de nuestra realidad las injusticias, las discriminatorias clasificaciones, las desigualdades, los despropósitos. Pero eso; lo importante es transformar la realidad injusta, y luego, será el lenguaje el que dará testimonio y expresión ajustada de ese cambio. De nada nos sirve decir que los hombres y las mujeres tienen las mismas oportunidades, si luego los datos revelan que son mayoritariamente ellas las que abultan las abultadas listas del paro , son ellas las que cobran menos y son ellas las que sufren más acoso laboral.
A veces, lo oportuno no es lo más correcto. Pero prefiero llamar al pan, pan y al vino, vino, antes de enredarme en la cepa de la corrección establecida. Seguir usando el lenguaje para comunicarme y no para quedar bien, aunque me llamen ignorante.
«La ignorancia electiva –decía Franzen– es una gran herramienta de supervivencia, quizá la mayor de todas».
Pues eso.