La isla

Renunció a pequeños placeres que, en el fondo, «tampoco eran para tanto» cuando, si lo pienso, es el placer de las cosas lo que realmente nos define

Álvaro Holgado

Cádiz

Tiene que ver con desenamorarse. Uno comienza a irse, poco a poco, de la calle a la habitación y la cama antes de tiempo. Apenas se da cuenta. En un primer momento se despide de los amigos a mitad de noche o la quedada. Después empieza a decir que no le apetece. Emprende esos hábitos sin querer. No para de hacer cuentas. Un día que no sales, un día que no gastas. El hábito pasa a ser costumbre. Ya luego, cuando transcurren semanas e incluso meses, llega ese preciso instante en que, algo triste, se pregunta qué hace ahí mirando al techo. Por qué en el pecho se le atraganta el latir cuando todo, al menos fisiológicamente, está correcto. Está solo. Te sientes, al menos, solo. Todo aquello que antes se amaba, ha perdido fuego. Y finalmente, cuando te percatas y observas detenidamente, percibes que la experiencia anterior ha quedado como rota en pedacitos chicos que recompones, de vez en cuando, para acordarte. Así funciona y ese es el resultado de lo que, en resumen, podríamos llamar la precarización de la vida en nuestro tiempo. Ese hilo invisible que une la incertidumbre de la pasta con el inconsciente aislarse. Es mucho más normal de lo que parece. De las pocas encuestas al respecto que he podido encontrar, la hecha por la agencia 40dB el pasado marzo, se indica que el 80% de los menores de 25 años dicen haberse sentido solos en algún momento. Creo que el tramo de edad, en todo caso, podría alargarse tranquilamente a los 30 o incluso conozco algunos cercanos a los 40. En el fondo, ya lo he dicho, a lo que todos los encuestados aducen se llama precariedad y, puedo asegurar, es un virus que poco a poco te tumba en el sofá hasta sedarte entero. Todo lo que eras, si nadie te salva, es probable que acabe siéndote, en algún momento, extraño.

Verás, intento darle forma a un símil que explique esto con cierta precisión desde hace tiempo. Algo que me permita entenderlo más allá de lo parco que solo es capaz de definir lo material, de lo violento del proceso. Llegué a la conclusión de que lo que te cuento se asemeja, en verdad, a la creación de una isla. Una isla a la que el precario paulatinamente se muda y de la que, cuando ya sin remedio se ha instalado, acostumbra solo a salir para coger víveres en el supermercado donde suma y resta las decimales de céntimos en ofertas de 2x1. Terminado el rito vuelve a casa, y otra vez sitiado por agua.

El cómo la tierra se desunió hasta aislarse tiene, yo creo, un hacer calcado en cada quién que le ha ocurrido. Dejó de responder a los mensajes. Renunció a pequeños placeres que, en el fondo, «tampoco eran para tanto» cuando, si lo pienso, es el placer de las cosas lo que realmente nos define. Hablo de placeres mundanos. Una cerveza con un amigo. Una entrada al cine. Una merienda. Sin ese contacto con el gusto y la gente, calculo, ahí es donde todo empezó a echar aguas.

Es perverso, por el contrario, que lo único a lo que éste no renuncie por mucho que se aísle sea a las redes, a esa proyección de nosotros mismos que está hecha para el consumo y desemboque de la frustración. Así se tumba el precario, con el móvil en la mano, fuera de, viendo la vida de los demás por una ventana como si todos ellos no estuvieran, en el fondo, en el mismo saco.

Salir de esa isla, intentando aferrarme a la metáfora, es, en consecuencia, la huida de un naúfrago de su perspectiva de inanición. Pensándolo bien, el verdadero problema es que no sé cuántos naúfragos tengo cerca. Quizá están compartiendo una historia de un perro chico en Instagram o dando su opinión sobre el tema de actualidad en la agenda del día en Twitter. Desde luego, eso también lo sé, son opciones más probables a que supere la ansiedad de contestar un «cómo estás», que es la pregunta que siempre el que se encuentra en esas circunstancias o bien solo acepta como cortesía o bien no sabe responder sin vomitar palabras una detrás de la otra. «En una isla». Esa, creo, es la respuesta más corta. ¿Cómo salir de ahí? No lo sé, eso es lo peor. Charly García cerraba estrofas en «Yendo de la cama al living», después de nombrar de la inutilidad de cualquier acción cuando ya se ha caído en un hoyo así, diciendo que en ese proceso «ya no tienes ni un poquito de amor para dar». Amor. Por ahí está el asunto, claro. En conjunto yo diría: La beligerancia frente al que toca, la cerilla y, eso, el amor. Un buen kit de supervivencia.

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