Luis Ventoso
JAKE BAILEY
Jake leyó su alocución a comienzos de esta semana, pero en una silla de ruedas y casi de prestado
Frente a cada Jihadi John hay millones de anónimos llenos de luz. Jake Bailey tiene 18 años y había sido elegido para pronunciar el discurso de graduación en un colegio de élite de Nueva Zelanda, el Christchurch Boys. Fundado en 1881, el centro es una fértil cantera tanto de primeros ministros como de cachimanes que se parten la cara al rugby con los All Blacks, el temido y triunfal equipo nacional.
Jake leyó su alocución a comienzos de esta semana, pero en una silla de ruedas y casi de prestado. El vídeo arrasa en internet. Esta vez vale la pena. Arranca con Jake contando que poco antes de la graduación le informaron de que padecía un cáncer terminal, «por lo que he dado otro giro al discurso», explica con media sonrisa rota. La enfermedad era el linfoma de Burkitts y se tenía que someter con urgencia a quimioterapia. Los médicos le hablaron de un mes de vida. Parecía dudoso que pudiese leer su escrito.
A los 18 años apenas has empezado a conocer los deleites y amargores del amor, no has fundado una familia ni has tenido una singladura laboral, apenas has visto el mundo. Todo es un manojo de energía y expectativas. Si de repente te dicen que has entrado en tiempo de descuento, que en breve morirás, no sería raro caer en la desesperanza absoluta, o en una justificada auto conmiseración, o en una explosión de nihilismo destemplado. Nada de eso hay en Jake, que exhala serenidad y afecto por la vida, a pesar de que sus palabras sugieren que no cuenta con el consuelo de una esperanza religiosa.
Pálido, con las fuerzas menguadas, bien peinado, vestido con un encorbatado uniforme Harry Potter clásico de los colegios bien anglosajones, Jake detiene el tiempo con sus frases varado en la silla. En lugar de cultivar la autocompasión elige impartir la lección moral de un estoico, inesperada en un chaval de su edad. Con buen criterio recuerda algo que todo ser humano prefiere olvidar, pues no podríamos vivir de asumir lo cierto de este aserto: «Ninguno de nosotros saldrá vivo de la vida». A partir de ahí ofrece a sus compañeros su último consejo: «Así que sé valiente, sé grande, sé amable y agradece las oportunidades que tienes». En plena pelea con la muerte, elige despedirse con un elogio del trabajo bien hecho: «Olvida los sueños a largo plazo. Dedícate apasionadamente a conseguir tus metas en corto. Trabaja con pasión y orgullo en lo que tienes enfrente. No sabemos dónde podemos terminar ni cuándo».
Una tronada de aplausos y el canto del himno del colegio en su honor cierran el acto. Pero hay más: una docena de compañeros se plantan frente al estrado y le dedican una haka, la agresiva danza maorí con la que los All Blacks amedrentan a sus rivales del rugby. Son alumnos grandotes, musculados, barriles de testosterona en la plenitud de su vigor. Berreando su haka con gestos nervudos y secos parecen guerreros inmortales. A ellos, como a todos, como al plutócrata del récord, la diosa carnal o el caudillo irremplazable, también les aguarda el gran apagón, la duda final, un miedo cerval o una penúltima esperanza inquieta. Jake, pequeño y herido, ya es mucho más fuerte que ellos. Ha entendido de qué va una partida que siempre se pierde.