«Lo que el viento se llevó», lo eterno cumple 75 años

La película nació gracias a la tozudez de un hombre, que no es Rhett Butler, sino el productor David O. Selznick

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oti rodríguez marchante

Al darle a la llave de contacto de esta película , y arrancar, lo primero que se enciende es una idea casi trivial: los setenta y cinco años que nos separan de su estreno (en Atlanta, el 15 de diciembre de 1939) demuestran lo poco o nada que el viento ha conseguido llevarse de ella; más bien ha ocurrido lo contrario, que el tiempo no ha cesado de añadirle interés, importancia, sustancia, detalles y circunstancias hasta convertirla en la película perfecta, el ejemplar único, la matriz o el modelo del sueño del cine, en el primer título que a uno se le viene a la cabeza cuando busca el ideal de un arte tan sujeto a una industria o de una industria tan sujeta a un arte. Probablemente hay sólo otros dos títulos en la Historia del Cine que podrían disputarle a «Lo que el viento se llevó» esa gloria difusa, de compleja definición, de ser la mejor película que se ha hecho, «Casablanca» y «Ciudadano Kane», que por similares motivos de germinación mitológica y narración legendaria han provocado esa sintonía cercana a lo hipnótico en todas las generaciones siguientes.

En el caso de «Lo que el viento se llevó», ese fabuloso proceso de hipnosis y fascinación no se concentra exclusivamente en las casi cuatro horas que dura su proyección en la pantalla, sino que abarca desde mucho antes y hasta mucho después en un mareante revoltijo de cifras y letras sobre su complicado proceso de creación y las innumerables circunstancias que han ido modelando su imagen de obra perfecta llena de imperfecciones, anécdotas, disputas, intrigas, choques artísticos, personales, de egos, de pasiones y aversiones. De tal modo es tan grande la película como la impresionante leyenda de su contexto, que la imagen que podría situarnos el conjunto es algo así como la de una sola y especialísima obra de arte colgada en una pared del Guggenheim.

De «Lo que el viento se llevó» todo el mundo sabe ya que es la obra que refleja la tozudez de un hombre, que no es Rhett Butler, sino el productor David O. Selznick , que compró los derechos de del novelón de Margaret Mitchell. Y a partir de ahí, todo se construye con esa fascinante y esquiva arquitectura «gehry» llena de rincones, curvas, cromados y una armonía que sólo se detecta de lejos, en el espacio o en el tiempo. La dirección de la película la firma para la historia Victor Fleming, aunque la empezó a rodar George Cukor (y siguió a escondidas en la película trabajando la interpretación de «sus» actrices Vivian Leigh y Olivia de Havilland) y también colaboraron otros directores, como Sam Wood, en la filmación por los múltiples problemas que surgieron entre los distintos equipos del rodaje.

Ambiente endiablado

Hay tanto escrito sobre los motivos por los que tuvo que abandonar Cukor el rodaje de esta película, sobre las presiones de Clark Gable para echarlo (cosas del pasado, para no entrar en las comidillas del Hollywood babilónico ), como sobre el endiablado ambiente que ocasionó entre las estrellas femeninas de la época el hecho de que el papel de Escarlata o’Hara lo hiciera una actriz británica un par de peldaños por debajo del Parnaso (la lengua de Bette Davis dio grandes frases al respecto). Todas querían ser Escarlata: Katharine Hepburn, Barbara Stanwyck, Lana Turner, Jean Arthur, Joan Bennett, Susan Hayward…, aunque ninguna se decepcionó y discrepó tanto como la protagonista de «Jezabel», la mujer que lo hubiera dado todo por ser la dueña de Tara y que se tuvo que conformar con fulminar a Vivian Leigh siempre que pudo.

Pero no sólo el Hollywood de la época vivió con pasión la imparable crecida de la película que rompió todos los moldes, en el interior de su rodaje todo era un tsunami, con la joven e impetuosa Vivian Leigh afeitándole el bigote a un Clark Gable, el Rey (se detestaban sonoramente) y aguantando las acometidas celosas (profesionales) de su propio marido, Laurence Olivier , que intentó varias veces sacarla de una oreja de la película de su vida (hasta que llegó, al menos, el tranvía de Elia Kazan con Marlon Brando a bordo).

Pero, si apartamos la mirada del contexto para posarla en esa obra de arte colgada en la pantalla, también vemos con claridad el respeto que el viento o el tiempo han tenido hacia ella, hacia su technicolor nostálgico bañado de la música de Steiner, su pasión bélica y romántica, los comportamientos mareantes de sus personajes, con esas frases de mármol esculpidas para cualquier generación y ese crujir de especie, de raza, de estirpe, de familia que siempre empequeñece y engrandece al que se sienta frente a ella. Una película tan cargada de secretos que resulta eternamente milagrosa la sencillez con la que desvela uno: al cine se le mata fácil, pero la Película es inmortal.

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