Todo empezó en un viejo Renault 8
Mucho óxido, papel de lija y un bote de pintura. Y desde entonces ya nada volvió a ser igual

Finales de los años ochenta. Sonaban los Hombres G, Mecano y La guardia, pero en Cobas nosotros preferíamos los acordes de Os Resentidos , la banda sonora de las mañanas en la playa y tardes en el Pinar de As Cabazas.
Todo exactamente igual que durante los años anteriores, pero, sin darnos cuenta nos ya nos habíamos convertido en «el grupo de los mayores». Ahora éramos nosotros los que teníamos que vigilar a los primos y hermanos más pequeños.
Pero algo diferente iba a suceder durante ese verano del 87 que realmente me serviría para darme cuenta de que ya nada iba a ser lo mismo .
Un viejo Renault 8 , el que conducía mi madre habitualmente, estaba a punto de convertirse en algo clave, eso que hace que de repente pases de niño a adulto, esa frontera entre los 17 y los 18 años que implica un cambio de vida, y hasta un cambio de ciudad..
El coche tenía ya sus veinte años, tres más que yo, y claro, tras toda una vida en la costa gallega el óxido se había adueñado de gran parte de su carrocería.
Y fue al ver ese aspecto demacrado cuando mi padre decidió tomar cartas en el asunto . Había que lijar y pintar.
Y así fue cómo me lo propuso. Yo no era todavía mayor de edad. Ni siquiera tenía el carné de conducir. y mi padre tampoco, porque siendo marino mercante, como la mayoría de sus amigos de Ferrol , eran las mujeres las que conducían, porque al fin y al cabo eran las que se quedaban en tierra mientras ellos navegaban. Y estando en un barco no hace falta coche .
Pero aún así me lo propuso. Íbamos a ir los dos al pinar a arreglar esa carrocería maltrecha. Un poco de lija, un poco de «Oxi-no», fibra y un bote de pintura en spray de color crema. Solo faltaba una cosa…. alguien que condujera el coche desde la casa de mis tíos, donde estaba aparcado, hasta el pinar, una zona de sombra donde poder trabajar tranquilamente.
Y esa se convirtió en mi primera oportunidad. Siempre recordaré el valor de mi padre, y sobre todo su confianza, al fiarse de mí a los mandos de un volante . Porque la teoría me la sabía muy bien. “Se pisa el embrague, se mete la marcha, se suelta el freno mientras se levanta el pie del embrague y se pisa despacito el acelerador”. Pero de la teoría a la práctica hay unos cuantos intentos fallidos y unos trompicones hasta que la cosa más o menos funciona.
No fueron muchos kilómetros. Ni siquiera llegamos a pisar la carretera , porque un camino de tierra fue toda mi pista de entrenamiento. Pero sí lo recordaré siempre como la primera vez que me puse al volante de un coche.
La «reforma», hay que reconocerlo, quedó muy chapucera. El color crema de la pintura ni siquiera era el mismo que el del resto de la carrocería. Pero desde ese día mi padre y el maltrecho Renault 8 de mi madre me hicieron saber que yo ya era mayor.
Ya no hubo más veranos en Cobas . Es más, las vacaciones se convirtieron en «trabajos de verano», prácticas en Radio Fene y primeros artículos en El Correo Gallego. Y un eterno recuerdo de un padre que de esta forma tan curiosa acompañó a su hijo en el que sería su último verano antes de irse de casa para vivir su propia vida. Es curioso, pero si alguien me pregunta por la matrícula de mi coche actual me lo tengo que pensar bastante, es más, me equivoco con los números o con las letras. Pero nunca me olvidaré de aquel Renault 8, con matrícula C-42.171 , así, sin letras al final ni nada. Ojalá pudiera conducirlo, aunque solo fuera una vez más.
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