EL CONTRAPUNTO
Derecha desaprovechada
Manolo Pizarro encarna el prototipo de la excelencia y el talento vencidos por la mediocridad imperante
Acomplejada, escondida, vergonzante, renegada… A todos esos calificativos que acompañan y definen a la derecha española, sometida a un más que oportuno escrutinio en las páginas de ABC, añado otro descriptivo de su situación actual: desaprovechada. Si algo caracteriza a la derecha política, a la derecha gobernante, a la derecha representada en y por el PP, es su tendencia suicida a marginar el talento susceptible de brillar con luz propia y hacer por consiguiente sombra a quien ocupa un lugar al sol del poder establecido. Su desconfianza patológica en cualquiera que pueda representar una amenaza por el simple hecho de pensar y ser capaz de sobrevivir alejado de los pesebres. El cainismo ancestral que se deriva de esta tara y elimina a los mejores. La selección natural que con el paso de los años va dejando en la cuneta a tantas gentes de valía que un día saltaron a la palestra no con el fin de medrar ni servirse del cargo, sino empeñadas en contribuir al progreso común incluso a costa de sacrificarse. Son varios los nombres que rescata al vuelo la memoria, pero nadie encarna el prototipo como Manolo Pizarro, cuyo currículum eclipsa el más florido de los existentes en el actual Ejecutivo.
Pizarro postergó en 2008 sus intereses profesionales y económicos, dejó en un segundo plano incluso a su familia, por patriotismo, con el afán de ayudar a Rajoy a ganar las elecciones y resolver muchos problemas. Fue presentado como lo que es: un hombre de valía probada, y utilizado en busca de votos durante toda la campaña. Concluida esta y frustrada la victoria, se le asignó un rincón oscuro de la bancada, ayuno de protagonismo, no fuera a ser que sus intervenciones dejaran al descubierto las carencias de otros actores. Los necios de ambos sexos se conjuraron para anularlo, y a fe que lo consiguieron. ¡Uno menos a quien temer en el reparto de prebendas! Pizarro salió ganando. El PP perdió a una pieza imposible de reemplazar.
El pasado jueves, invitado por la Fundación Valores y Sociedad, un auditorio entregado le escuchó reflexionar sobre las disfunciones graves que presentan nuestras instituciones. Habló del asesinato de Montesquieu que ha matado a la Justicia; de la politización de la función pública, que sustituye eficacia por amiguismo e impone la ley de la discrecionalidad; de la falta de ejemplaridad de nuestros representantes; de las feroces presiones que sufrimos los periodistas y medios de comunicación en el empeño de impedir que la información fluya a la sociedad, evocando a Jefferson cuando decía que «un país puede vivir sin partidos políticos, pero no sin libertad de prensa»; de la corrupción, el peor enemigo de la economía de mercado; de la impunidad y el tráfico de influencias, que salvan a los malos gestores e impiden que las crisis cumplan su función regeneradora… Recordó que las naciones retroceden y que los ciudadanos tenemos un papel decisivo que desempeñar, una responsabilidad indelegable en la gestión de nuestro futuro.
Oyendo ese discurso cargado de sabiduría, forjado en la coherencia, incuestionablemente veraz, indispensable en este momento crítico, no dejaba de preguntarme por las razones que han llevado a la derecha española a prescindir de un hombre tan leal, tan capaz, tan honrado y tan dispuesto a remar, sin encontrar otra explicación que la mediocridad imperante, cuya victoria sobre la excelencia ha expulsado a personas como Pizarro, Jaime Mayor o María San Gil. ¿Y aún hay quien no comprende por qué huyen los votantes en busca de cualquier cobijo capaz de ofrecer esperanza?