Sangre en verano
Con el calor la gente baja la guardia, lo que supone un aumento del perímetro de riesgo
Actualizado: GuardarUn hombre ha muerto corneado por un novillo en los encierros de Lodosa. El animal rompió el vallado, entró en el zaguán donde se habían refugiado varios espectadores y al instante volvió a la calle con los cuernos bañados de sangre. Esta vez la casualidad fue respetuosa con el cadáver y nos hurtó la imagen habitual del pelele zarandeado sin clemencia, al revés de lo que había ocurrido pocos días atrás con otro embestido en Rafelbuñol. Las desgracias de verano ya son un clásico que tiene en los festejos taurinos uno de sus subgéneros predilectos, tan intenso como pudieran serlo los accidentes de carretera, los ahogamientos en costas y pantanos o las intoxicaciones en chiringuitos de higiene dudosa. Nos resistimos a admitir que el verano, la estación de las promesas, se pueda comportar de forma tan cruel con aquellos que se entregan a él sin condiciones.
No hay justicia menos poética que la de ver el tiempo del ocio convertido en tiempo de muerte, en contra de la vieja suposición de que lo que nos mata es el negocio, el trabajo, el estrés y la rutina. Pero las sentencias estivales se rigen por una lógica implacable. Con el calor la gente baja la guardia, lo que supone un aumento del perímetro de riesgo para unos cuerpos expuestos tanto al melanoma como al politraumatismo, según si vuelcan sus osadías sobre la arena o en las atracciones de una feria. Esas incursiones en campo de minas se acompañan de otras imprudencias en la mesa, en la autovía, en las terrazas y en las piscinas. No hay límite de edad ni condición. Puede ser que un septuagenario desista de saltar de balcón en balcón como hacen los adolescentes británicos cargados de mojitos, pero siempre podrá jugar a los límites zambulléndose en las olas un día de bandera roja. Si no somos conscientes de este notable incremento de la temeridad general durante el verano solo es debido a que los riesgos entran en las ofertas turísticas y en los programas de fiestas patronales, y al hacerlo es como si nos inmunizaran a sus efectos. Un toro siempre será un toro aunque lo pague el ayuntamiento. A los coches seguirá cargándolos el diablo aunque se encaminen al litoral levantino y en su radio suene Paquito el chocolatero.
En verano se extiende una especie de euforia waltdisneyana que crea el malentendido de confundir las fieras de los zoológicos con peluches de sofá y las rectas de las autopistas con toboganes de parque temático. Por eso cuando algo pasa todos echan la culpa a la debilidad del vallado, como si 500 kilos de furia salvaje echados a correr por las calles no fueran en sí una apuesta por la muerte. Los vallados nada aseguran, al contrario: hace menos de un mes, en plenos sanfermines pamploneses, un muchacho quedó parapléjico tras caer accidentalmente de lo alto de uno de ellos, tal vez víctima del mismo reblandecimiento veraniego que los embestidos por los toros.