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El compás que nos une
Cada vez más extranjeros llegan a Andalucía atraídos por el flamenco; una pasión que también les ha servido para integrarse en la sociedad
Actualizado: GuardarDecía José Monje, Camarón de la Isla, que la única escuela que existe en el flamenco es la de transmitir. Que eso de purismos encajados y lecciones de academia poco tienen que hacer si no pegan un pellizco a los sentidos de todo aquel que se pone por delante. El flamenco nació en la calle, de la expresión natural del pueblo, sin más. Y de ahí, hasta pasar a la historia como una de las disciplinas artísticas más reconocidas en todo el mundo.
Hoy, son muchos los que sueñan con compartir esos ritmos por encima de idiomas, países y costumbres. Si el compás es transmitir, ¿por qué tiene que necesitar de pasaporte? «Al final el sentimiento llega, da igual donde», dice Miho Ichimura, japonesa y flamenca. Como ella, cientos de extranjeros llegan a Cádiz- la cuna para muchos de este arte- en busca de esa fuerza que les empuja a bailar, cantar o tocar como siempre han soñado.
Hija del tango
«Recuerdo cuando de pequeña en Buenos Aires ponía Televisión Española para ver zarzuela y copla». Gabriela Campobasso supo desde niña lo que quería. Los miles de kilómetros que separan Argentina de España no pudieron con sus ganas de conocer esa cultura lejana que le llamaba la atención. Y eso que su destino parecía lanzarle hacia otro lado. Su padre tocaba el bandoleón en una banda de tango. «Pero no pudo conmigo», bromea con ese deje melódico que aún no ha borrado.
«Un día vi un cartel de baile flamenco en el Teatro Colonial, había una chica como yo, medio gordita, que bailaba y me dije ¿por qué no lo intento?». Y, a partir de ese propósito, el baile se convirtió en su vida. Primero en Argentina y después en España. «Pedí una excedencia en mi trabajo para seis meses para venir acá y, mira, ya me quedé para siempre». La Feria de Jerez, la fiesta de la bulería y el amor tuvieron la culpa. Ahora, Gabriela es secretaria en la escuela de la bailaora María del Mar Moreno en Jerez, una de las más prestigiosas de la provincia. Entre tareas administrativas, aprovecha para enfundarse la bata y comenzar a bailar. «Cada vez somos más los extranjeros que nos lanzamos. En el tablao todos tenemos que ver».
Omar Hokhar sabe de mestizaje. De nacionalidad estadounidense, su padre es pakistaní y su madre mexicana. De pequeño se encerraba en su habitación horas y horas con la guitarra para tocar heavy metal. Después se atrevió con la clásica pero algo le faltaba. «Me di cuenta que mi vida tenía que encontrar sentido con la música». Entonces, escuchó un poco de flamenco y se enamoró de él. «Conseguí en Washington unos discos de El Torta y Moraíto y compré algunos libros, pero tenía que hacer algo más. No me valía con eso ni con las clases que se daban allí, quería sentirlo en todas partes». Por eso, Omar dejó atrás a su familia y a sus amigos y desde hace dos años acompaña al toque a la profesora Loli Carpio en su escuela de Jerez.
Con un español que heredó de su madre y ha cultivado en Cádiz, este guitarrista de piel morena, sabe qué es lo que busca. «Da igual de dónde seas. Hay gente en Andalucía que no entiende el flamenco. Puedes saber de compás, rasgueo o letras pero hay algo especial que va más allá. No sabría explicarlo». Y es ese duende el que encantó a este hijo de emigrantes. «Mis padres me apoyan y mis amigos lo entienden. Bueno... una idea concreta de lo que hago no tienen. Cuando hablas de flamenco allí se imaginan a la mujer con castañuelas y abanico», bromea. «No sé si llegaré a ser un guitarrista profesional, lo busco por arte, porque le da sentido a mi vida».
La de Miho Ichimura también es la historia de una búsqueda. «Soy de Sukuoka, una isla al sur de Japón. Con 2 años mi madre me llevó a ver un espectáculo flamenco y, cuando lo ví, sentí que yo había nacido para bailar». Y tal fue su empeño que Miho llegó a abrir una academia en su país. Pero, como en el resto de los casos, eso no fue suficiente: «Tenía que venir a España. Quería saber cómo hablaban, cantaban, comían, lloraban...».
Por eso, hace seis años disfrutó de su primer Festival de Flamenco de Jerez donde tomó clases. Regresó a su país pero su huella quedó marcada sobre las tablas y volvió de nuevo. En ese viaje, ya intervino el amor y la bailaora nipona se quedó en Jerez, donde recibe clases. «Bailando flamenco siento que cuento lo que me pasa por dentro», explica entusiasmada con un español correcto. «La cultura japonesa te obliga a aguantarte y mantenerte callada. Te sientes encerrada. Para mí el baile es una liberación, un sentimiento de libertad». De ahí, que Miho confiese que su palo preferido es la soleá: «es algo muy puro, que sale de dentro, da igual tu raza si sabes transmitirlo. Es mucho más que una danza».
El 'tiznao' de Santiago
Lo de Bira Gueye es de película. De esas historias increíbles que ocurren más cerca de lo que uno se imagina aunque, a menudo, se prefiera no mirar. Tenía 6 años cuando viajó desde Senegal a España. Sus padres lo enviaban con unos amigos que habían llegado hasta Canarias para que le dieran lo que ellos no podían, una esperanza de futuro. «Fue todo lo contrario. Me puse a vender collares en la playa las Américas», recuerda ahora con 31 años y con el honor de no haberle contado jamás a sus padres aquel frustrado plan. «A los 15 cogí la mochila y me fui a la selva madrileña». Allí sobrevivió hasta que recaló en El Puerto de Santa María. Fue entonces, cuando se le cruzó su destino flamenco.
Pasaba entonces sus peores momentos hasta que un día la familia de Curro del grupo jerezano Navajita Plateá lo sacó de la calle. «Me dijeron que jamás volvería a dormir ahí». Nueve meses en casa de estos flamencos -«mis hermanos blancos»- sirvieron para que Bira se convirtiera en El patera de Jerez. Su cara, «más negra que el carbón», no fue un impedimento para que se arrancara por bulerías.
«El flamenco ha sido parte de mi integración», dice ahora. «¿No ves?. Yo no hablo español, hablo andaluz», reivindica con orgullo su deje de s recortá y j aspirada. «Cuando la gente me escucha cantar se queda helada. Me miran como si dijeran: '¿y este de dónde ha salío'?». Su descaro y su voz diferente le han servido para compartir escenario con músicos como Muchachito Bombo Infierno, Navajita Plateá o para disfrutar de sonidos garrapateros con Los Delinqüentes. «La música es parte de mi vida, es difícil que me la quite ya del corazón».
Ahora, El patera de Jerez se mueve con igual soltura por el barrio gitano de Santiago en Jerez que por el campo de refugiados de Huelva donde trabaja como intérprete y mediador de inmigrantes. «Sé lo que es llegar aquí y no tener nada. Les ayudo con todo lo que puedo. Alguien tendrá que hacerlo».
Éstas son sólo cuatro historias de tantos flamencos que nacieron fuera de España, de razas que no entienden de colores sino de compás: de uno universal que les ha llenado de vida.
malmagro@lavozdigital.es