Rose Hartman, mirada íntima a la jet set neoyorquina

La fotógrafa vivió desde dentro la edad de oro de la célebre discoteca Studio 54 o el ascenso de las supermodelos en los 90. «La espontaneidad ha desaparecido», protesta

Rose Hartman, mirada íntima a la jet set neoyorquina abc

javier ansorena

Rose Hartman llega tarde a la cita en Sant Ambroeus, un italiano con pinta de bistró francés en el corazón del West Village. Recibe cariños y saludos familiares de la recepcionista, de la camarera y del gerente del restaurante, que utiliza como su propia oficina. «Sorry, darling», dice sin muchas ganas de pedir perdón con un acento neoyorquino fuerte, que cada vez se escucha menos en la ciudad. A Hartman se le disculpa mucho -igual que los camareros torean su impaciencia a la hora de pedir pan con aceite de oliva para la mesa- porque merece la pena sentarse a hablar con ella de un Nueva York que ya no existe: el de Studio 54, el de las grandes galas de los ochenta, el de las supermodelos de los noventa. Ella lo ha retratado incansable, con una pequeña cámara de la que todavía no se separa.

La fotógrafa es una leyenda sin nombre y apellido. A la mayoría de la gente no le suena nada «Rose Hartman» pero todo el mundo conoce, al menos, una de sus fotografías: la de Bianca Jagger entrando a lomos de un caballo blanco en su fiesta de cumpleaños en Studio 54 -«yo estaba ahí pasándomelo bien, soy una gran bailarina. Escondía la cámara en los altavoces y me iba a la pista. ¡Hubiera ganado mucho dinero de haber bailado menos!», dice-. Y para los diseñadores, modelos, actores y «socialites» neoyorquinos es una presencia constante, con su cuerpo diminuto, las gafas enormes, el pelo amarillo a lo pincho, carmín rojo y cara empolvada. Ahora acaba de presentar su último libro, «Incomporable Couples», una recolección de sus fotografías a parejas: matrimonios, romances, amigos, madres e hijas, artistas y musas, dueños y mascotas, socios, encuentros fortuitos en la noche neoyorquina... Como dice el escritor Michael Gross en las páginas del libro, son parejas que no necesitan apellidos: Mario y Kate, Mick y Bianca, Gianni y Donatella, Lou y Anday, David e Iman ...

«Nunca tuve un encargo, estaba donde tenía que estar», dice Hartman mientras se quita una espectacular chaqueta de pelo negro que combina con unas «All-Star» del mismo color.

Desde pequeña le atrajo la fotografía, que era la afición de su padre, diseñador de joyas de profesión. Pero empezó a trabajar como profesora en un instituto del Lower East Side, de donde se escapaba en cuanto sonaba la campana para ir a los clubes de moda de los setenta: Area, The Mudd Club, Xenon, MK y, claro, Studio 54. Pronto empezó a atrapar lo que veía con su cámara y a vendérselo a las grandes revistas de moda y estilo de vida.

Españoles

«Lo primero es saber quién es quién. Y yo sabía quién era el duque, quién era la duquesa, quién la novia del diseñador...», explica. Después, conseguir imágenes espontáneas, con una técnica propia: «En una fiesta puedo estar hablándote a ti, pero en realidad estoy mirando a otro lado, a alguien famoso que reconozco. En el caso de Nati -en referencia a Nati Abascal, que aparece en una fotografía espectacular a doble página, con Luis Gómez-Acebo, en la gala del Spanish Institute de 1985, en el hotel Waldorf-, veo la imagen, el vestido, que no podía ser más espectacular, el gesto... Y disparo una o dos veces, no más».

Nati Abascal no es la única española en las páginas de «Uncomparable Couples», en una muestra de la pasión neoyorquina por España en los 80 y 90. Aparecen el diseñador Fernando Sánchez con Tina Chow, Rossy de Palma acompañada por Ruper Everett, Esther Cañadas con Mark Vanderloo, Paloma Picasso y Rafael López Sánchezy Antonio Banderas con Melanie Griffith. «Visité a Fernando en su casa de Marrakech y recuerdo un paseo de varias horas con Nati por Sevilla», dice Hartman.

En su trabajo, Hartman huye de los posados y de las sonrisas tatuadas: «Soy experta en derribar las barreras con las que los famosos amurallan su imagen. Por ejemplo, en una gala del New York City Ballet en el Lincoln Center, entran Calvin Klein y su mujer. Yo les preguntó: “¿Qué diseñador lleváis puesto?” y, por supuesto, rompen a reír y ahí es cuando tomo la foto».

Mientras unta sin descanso los pedazos de «focaccia» con el aceite de oliva, su reacción a las preguntas baila entre el enfado, la excitación y el hastío. Da la sensación de que Hartman pertenece a un mundo distinto, en el que ella tenía las puertas abiertas a los círculos más íntimos, en el que no había un ejército de blogueros y cámaras en cada bolsillo, en el que los famosos tenían la guardia más baja y ganas de pasárselo bien. «Las modelos de ahora son tan aburridas, están vendiendo un producto todo el tiempo... Y no tienen expresión, parece que se caen a pedazos. Yo fotografié mucho a Naomi, Kate, Linda, Claudia -en referencia a las supermodelos de los 90- ... Te paraban la respiración, eran criaturas de la noche», recuerda.

Hartman es una cazadora del estilo y de la elegancia, y asegura que cada vez hay menos presas. «Siempre quedarán mujeres elegantes, pero cada vez hay más que lo que tienen es un marido rico. Se compran vestidos de diseñadores, se los ponen... Pero no tienen imaginación, ni estilo. Es difícil de explicar. Quizá es la manera en cómo se comportan, cómo combinan los accesorios... Lo único que ves es que tienen dinero para comprar ropa. Ya nada te sorprende, la espontaneidad ha desparecido». Al contrario, en Studio 54 «estaba la gente con más imaginación que te puedes encontrar, hombres y mujeres», dice de una escena que «será imposible recuperar, ni con todo el oro del mundo». Al menos quedarán las fotos, muchas de ellas de Rose Hartman.

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