Relatos de verano

«¡Qué película tan rara!»

Ese día la siesta iba a durar muy poco. Apenas llevábamos un rato sentados después de quitar la mesa cuando un repentino grito de mi abuela hizo que despegara rápidamente los párpados

«¡Qué película tan rara!»

U. Mezcua

La siesta en el pueblo era sagrada. Cada tarde mi abuela, mi abuelo y yo languidecíamos durante las horas de más calor en tres viejos sofás de skay, el cual, de todos los materiales utilizados por el hombre, es sin duda el más incómodo. Las anchas paredes de piedra de la casa, sin embargo, ayudaban a mantener una agradable temperatura en el interior, lo que evitaba que nuestra piel se fusionase con el mueble y ayudaba a que, medio sedados por el murmullo de fondo del telediario, cayéramos en un tranquilo sopor que solía durar hasta que el frutero hacía su ronda diaria, tocando atronadoramente la bocina de su furgoneta para despertar a la clientela.

Ese día, sin embargo, el sueño iba a durar muy poco . Apenas llevábamos un rato sentados después de quitar la mesa cuando un repentino grito de mi abuela hizo que despegara rápidamente los párpados.

—¡Antonio!¡Antonio! ¡Mira! ¡Qué película tan rara!

Mi abuelo y yo nos incorporamos de repente. En la tele se veía una gigantesca antorcha soltando una densísima humareda negra. Solo que no era una antorcha, sino un edificio gigantesco que ardía con fuerza. «Nueva York, Estados Unidos» , rezaba el rótulo.

—Sube el volumen, anda—, contestó mi abuelo

«Están viendo imágenes de una de las torres del World Trade Center », decía la presentadora del informativo con voz tensa pero serena. «Un avión —según las informaciones de las que disponemos a esta hora no sabemos si es un avión o una avioneta—, se ha estrellado contra la parte superior de una de las dos torres gemelas de Nueva York...».

No era ninguna película . Los tres nos miramos, incrédulos, aunque no por mucho tiempo. De pronto, el tono de la locutora adquirió un tono un grado más agudo.

«No hay duda. Acabamos de ver que un segundo avión ha chocado contra la otra torre gemela. Parece ser que el presidente George Bush va a hablar...»

«… dos aviones han chocado contra las torres gemelas de Nueva York en lo que aparentemente es un atentado terrorista. Hemos abierto una investigación para encontrar y capturar a quienes han cometido este acto. Que Dios bendiga a las víctimas, a sus famílias y a América ...»

«...parece que en el Pentágono podría haberse producido otro ataque. Conectamos con nuestro corresponsal en Washington...».

Mi abuelo pareció recuperar momentáneamente la movilidad. Cruzó una mirada con mi abuela y me señaló con la cabeza. No es plan, dijo, que éste se trague este percal. Mi abuela asintió.

— Por qué no te vas a dar una vuelta con Pablo—, me dijo. Yo estuve apunto de contestar que nada me apetecía más que seguir viendo aquello, pero acto seguido me tendió un billete verde como un campo de lechugas—. Id a comprar un helado .

Asentí, inseguro. En condiciones normales, un billete de mil pesetas habría hecho que saltase de alegría, pero hasta un chiquillo de diez años podía darse cuenta fácilmente de que lo que estaban emitiendo por televisión era algo histórico. Dolorosamente histórico. Decidí hacerme el remolón, sin saber que la coyuntura se iba a poner rápidamente de mi parte.

«Parece que la segunda de las torres está colapsando. ¡Sí! ¡Se está cayendo! ¡La torre dos del World Trade Center se está cayendo !», exclamó una voz masculina desde el televisor. Después volvió a hablar la presentadora, de nuevo con voz serena pese a que el mundo estaba, literalmente, hundiéndose ante sus ojos. «La isla de Manhattan está cubierta de humo y el Gobierno federal ha anunciado el cierre de los aeropuertos hasta nuevo aviso...».

Basta, volvió a decir mi abuelo. Ahora iba en serio. Era mejor que me fuera. Abandoné el salón mientras mis abuelos seguían pegados al televisor y me dirigí a la casa de al lado, la de Pablo, para ver si le apetecía un helado. Sus padres también estaban pegados al televisor, con gesto de no terminar de creer lo que estaba pasando. Parecieron sentirse aliviados cuando aparecí preguntando por él. Tanto que también le tendieron otro billete verde antes de empujarnos a la calle.

¿A dónde vamos? —, pregunté. Pablo tomó unos segundos para pensar, antes de decir su lugar favorito: —Al pilón de San Benito—, contestó.

Me encogí de hombros y asentí. Decidimos tomar el camino más directo en lugar de desviarnos para pasar por el único bar del pueblo, ya que ninguno de los dos tenía en realidad ganas de comprar nada y sabíamos de sobra que la vieja tele del local llevaba averiada más de un mes. Caminábamos juntos, totalmente en silencio, tratando de averiguar si lo que acabábamos de ver tendría alguna repercusión en nuestro pequeño rincón perdido de Salamanca, o en nuestras vidas.

No tardamos mucho en llegar. Pablo y yo nos sentamos encima de los caños y comenzamos a tirar piedras al agua verdosa, tratando de hacer el salto de la rana. Normalmente lo conseguía a la primera o la segunda, pero ese día no fui capaz. Pensaba en la torre viniéndose abajo, en la humareda, en la gente corriendo, pero sobre todo en el aplomo de la presentadora, su voz tensa pero segura de la presentadora narrando sucesos escalofriantes e increíbles, imposibles de imaginar unas horas antes. Me preguntaba qué habría hecho yo en su lugar, si habría logrado mantener el tipo. Deseé saberlo .

«¡Qué película tan rara!»

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