LAS MIL GALICIAS | LA TIERRA SOLIDARIA III

Una mano tendida desde hace 40 años

El albergue de Xoán XXIII abrió sus puertas en la década de los 70. Desde entonces, el número de usuarios no ha dejado de crecer. Tampoco los servicios que se les prestan, que incluyen camas, duchas, peluquería y psicólogos

Uno de los usuarios del albergue compostelano hace su cama antes de abandonar la habitación MIGUEL MUÑIZ

PATRICIA ABET

El albergue compostelano de Xoán XXIII tiene la puerta abierta desde hace cuarenta años, cuando la comunidad franciscana decidió que debían compartir su espacio con quienes no tienen un techo ni una comida asegurada . Desde entonces, muchas cosas han variado en este centro, pero el sentido de solidaridad con el que nació se mantiene invariable. Una austera sala con bandejas de fruta y galletas da la bienvenida a los primeros usuarios del día. Unos desayunan sentados en los sofás y otros esperan su turno para las duchas, unas 12 en total. Este servicio no está disponible los fines de semana, por lo que los viernes y los lunes las duchas están más solicitadas.

El albergue de San Francisco empezó —recuerdan quienes participaron de esta iniciativa— dando leche y pan a los pobres de la ciudad. Ahora les proporcionan una cama para que pasen la noche, aunque las limitaciones de espacio restringen el número de huéspedes por día a 25 y su estancia máxima es de 10 días al mes . El resto del tiempo deben buscar cobijo en los soportales o en las calles, porque el de la cuesta de Xoán XXIII es el único disponible de toda la ciudad. De ahí que este centro se haya convertido en la casa de muchos sintecho de la capital gallega.

Ni trajes ni tacones

Además de una habitación y una ducha caliente, los usuarios pueden usar el servicio de lavandería y vestirse con la ropa y el calzado de su ropero. Todo aquí parte de la solidaridad de vecinos y empresas que donan lo que pueden de forma voluntaria. «Sobre todo necesitamos ropa de trote y calzado deportivo» , explica una de las coordinadoras del centro. «A veces nos llegan trajes y zapatos de tacón, pero eso aquí no tiene mucha salida...», sonríe.

Son las 12 de la mañana y todas las habitaciones están ya vacías y limpias. Los usuarios las tienen que abandonarlas a las 8.30 de la mañana. Una toalla colgada de una litera significa que la misma persona volverá a ocuparla. Las camas que no tienen toalla están disponibles hasta que se complete el aforo. En total, y al cabo del año, en este albergue pueden llegar a dormir hasta 7.000 usuarios únicos . De las puertas de las habitaciones cuelgan letreros deseando un buen descanso y advirtiendo de las normas. Las luces se apagan a las 11 y no se pueden meter animales, con lo que aquellos que sobreviven en la calle en compañía de una mascota deben dejarla en las casetas para perros que hay en la entrada del edificio. «Algunos ni así quieren, pero no podemos hacer más», confiesan.

Una consulta altruista

En la planta de arriba del albergue está la peluquería, en la que cada semana aquellos que no tienen recursos pueden cortarse el pelo. En la lista de servicios también figura un podólogo, una asistente social, una psicóloga, un dentista e incluso dos médicos que de manera altruista dedican algunas de sus tardes a atender a quienes vagan de acera en acera. «Este invierno tuvimos un caso grave de neumonía. Era una señora que tenía casa, pero que no podía pagar el agua caliente» , cuentan. El doctor que cada viernes acude puntual a su cita con los sintecho prefiere no dar su nombre. «Yo soy el artista invitado, aquí los importantes son otros», argumenta. En la escueta consulta —resumida en una mesa y una camilla— este profesional con 35 años de experiencia a sus espaldas reconoce que se encuentra con todo tipo de patologías. «Las mismas que en una consulta de atención primaria normal, pero muchas en un estado muy avanzado porque son personas que llevan años al margen del sistema sanitario», indica. Además de un trato cercano, una palabra amable y un hombro, el médico dispensa a los usuarios fármacos que en muchas ocasiones no pueden costear. Por eso lanza un llamamiento a los lectores. «Si tienen cajas de pastillas a medio acabar, tráiganlas. Aquí nos hacen falta, se lo aseguro» , reclama consciente de que «sin medios, hacemos milagros».

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