J. A. Ruiz Jiménez: «La identidad es el mejor truco para matarnos»
El autor disecciona el cadáver de la ex Yugoslavia en «Y llegó la barbarie»

En los años sesenta la Yugoslavia de Tito era un ejemplo, para los antifranquistas: de la izquierda a Jordi Pujol. Un país «no alineado» que plantaba cara a Moscú. «Nos parecía un país particularmente simpático, como aficionados al deporte, habíamos desarrollado una admiración muy particular por los equipos y jugadores de esa nacionalidad. Hasta la guerra no supimos de las diferencias entre serbios, croatas, montenegrinos, eslovenos…», recuerda José Ángel Ruiz Jiménez.
La guerra arrumbó el lema de un Tito que hoy ya nadie reivindica: «Cuidad la hermandad y la unidad como a la pupila de vuestros ojos». El nacionalismo cegó a la ciudadanía. El compañero de trabajo pasó a ser, por encima de todo, serbio, croata, esloveno… «Los conflictos subyacen en todos los países, pero no todos los países recurren a la violencia. La identidad es el mejor truco para matarnos».
En 2000, este doctor en Historia viajó a la antigua Yugoslavia y quedó muy sorprendido al escuchar a los serbios, los malos oficiales de la guerra. A riesgo de ser catalogado de proserbio, Ruiz Jiménez se pregunta: «¿Por qué son vistos como congénitamente irracionales, miembros de hordas asesinas cuyo mayor placer es segar los cuellos de sus vecinos? Hay barra libre para atacar a los serbios». De esa inmersión en la intrahistoria balcánica nació «Y llegó la barbarie» (Ariel): cómo el nacionalismo y los juegos de poder destruyeron Yugoslavia.
El camino lo abonaron políticos, historiadores revisionistas y medios de comunicación: «La gente pecó de excesiva confianza. Nadie se planteaba seriamente empuñar un fusil… hasta que llegó el primer muerto», explica el autor. Resonancias inquietantes: «Las repúblicas exigían cada vez más competencias al gobierno federal y si este se las negaba a otorgarlas, fomentaban un discurso victimista y de desafección al Estado yugoslavo, al que se acusaba de déspota y centralista». El revisionismo histórico dividió a la población: «Se fomentó la imagen del ‘otro’ identificable como extraño, amenazante de dudosa moral, indigno de confianza y/o aprovechado, frente al ‘nosotros’ nacional, virtuoso y víctima de injusticias».
Veinticinco años después, la antigua Yugoslavia es un mosaico de compartimentos estancos. «Con menos de dos millones de habitantes, Kosovo podría ser un Mónaco balcánico pero la gente emigra por falta de oportunidades». El guion étnico decide estatuas placas de las calles. Ruiz Jiménez lo ilustra con una anécdota.
La única efigie autorizada en 2005 la ciudad de Móstar fue la de Bruce Lee: «Retirado en 2009 fue un monumento a la falta de unión y las dificultades de encontrar una identidad común». Aunque en la realidad española no palpita el etnicismo ni la guerra de religiones, Ruiz Jiménez concluye que cualquier motivo podría devenir en ‘casus belli’: «La barbarie puede surgir en cualquier país, con independencia de su cultura y bienestar».