Artes&Letras / Libros
Todas las melodías del mundo
José Luis Puerto compone un canto a lo mejor del hombre y de la creación en su reciente poemario «La protección de lo invisible»
Cada vez que regreso al goce y la emoción sostenidos que me procuran las melodías líricas del salmantino José Luis Puerto, recuerdo aquellas palabras que Albert Camus registra en sus Carnets, lo que le dijo René Char cuando fue evacuado en helicóptero a Argel porque su posición en la Resistencia, en el Macizo Central francés, creo, se hacía insostenible: «La poesía es el mundo en su mejor lugar».
No es que en La protección de lo invisible, su reciente entrega, no estén las sombras del preocupante, perturbador tiempo en que vivimos, en el que «nada se halla a salvo» y «se han destruido todas las certezas», sino que sus versos son, aunque hayamos «llegado tarde», una celebración, un cántico de todo lo mejor del hombre y de la creación, de lo primordial, que la poesía debe salvaguardar a buen recaudo.
En la novena elegía de Duino, Rainer Maria Rilke, poco sospechoso de facilismos y reduccionismos, indica que el viajero que baja de la montaña no trae sino alguna palabra sustantiva que intuyó. Pues bien, Puerto es un poeta que nos ofrece esas palabras justas, exentas, que nombran y se ciñen a lo esencial, sin nada accesorio, sobre todo en los tres últimos libros que ha publicado en Calambur. Por eso su poética, su mirada sobre el mundo –su escucha, mejor–, en torno a la labor protectora de la poesía, va fraguando en varias isotopías léxicas que pueden rastrearse en los poemas (las que tienen que ver con las ofrendas de lo pequeño, la lentitud y la atención, la humildad y la hermosura, la belleza y el acorde, la fraternidad y el amor, el origen y lo sagrado, el cielo y las nubes, la luz y el resplandor…), invocaciones a lo decisivo, a lo necesario que nos conforma, que nos proporciona sentido y sin embargo olvidamos con facilidad entre el ruido y la desatención cotidianos.
Puerto nos recuerda, nos hace recordarnos. Y añade un componente ético ya desde el título, tomado de unas palabras de Paul Celan, aviso sobre la necesidad de combatir el mal, que encabezan y sitúan el poemario, como pórtico, junto a una apelación a conservar la emoción de lo misterioso por parte de Hesíodo, Novalis y Gabriel Miró; la inocencia desde Ungaretti; la claridad desde el compositor estonio Arvo Pärt.
Puerto es un poeta que nos ofrece las palabras justas, exentas, que nombran y se ciñen a lo esencial, sin nada accesorio
Como sucedía en su libro anterior, completan el grueso del volumen, jalonado de poéticas, dos plaquettes tan integradas en el tono general que en el índice ni siquiera figuran como epígrafes. Se trata de Melodías del padre, «salvado siempre en el amor», una de las elegías más conmovedoras de nuestras letras; y Días de Grecia, donde, como señala la cita de Patrick Leigh Fermor, todo es «cautivador y gratificante», desde el mar luminoso y sagrado de Homero, Valéry o Carles Riba al espacio sereno, armónico de la Acrópolis, pasando por «la belleza quebrada» y, sin embargo, plena de Olimpia, el graderío montaraz, catártico, salvífico, de Epidauro o las esculturas de relieves y metopas.
Y entre tanta belleza inmortal que nos retrotrae a la Edad de Oro, la figura frágil de la anciana María, que vende fajillos de espigas a los turistas en un descansadero de autopista renovando los misterios de Eleusis, emblema de un libro intenso y verdadero, que aquilata y profundiza la voz de "uno de los poetas más puros y hondos de la poesía española actual", al decir de Antonio Colinas en una columna de hace unos días, aseveración con la que no podemos estar más de acuerdo.
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