Artes&Letras

Fermín Herrero: «La mía es una poesía a contracorriente»

La «perplejidad» que le causan los premios se ha repetido con el nacional de la Crítica a su último libro, «Sin ir más lejos». «Creo que nunca han premiado un tipo de poesía así, de austeridad castellana, antimoderna»

Fermín Herrero, de paseo en la Plaza Mayor de Valladolid F. HERAS

C. MONJE

Los poemas de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) están llenos de campo castellano y de un castellano olvidado. No siempre ha sido así. Hubo un momento, reconoce, que se asomó a un «abismo». Se acercó a una poesía más hermética y supuestamente más moderna, pero no quiso pagar el peaje de «renunciar a la emoción en beneficio de lo intelectual». Dio un paso atrás y no le ha ido mal. El jurado del Premio nacional de la Crítica ha destacado en Sin ir más lejos esa raíz castellana, pero también su conexión «con lo mejor de la cultura universal».

-Hace dos años, recién premiado con el Castilla y León de las Letras y el regional de la Crítica, decía sentirse un «poeta casi secreto». Un libro y un par de premios después (Jaén y el nacional de la Crítica), ¿es ya menos secreto?

-Quisiera ser un poeta secreto. Y a la vez tener miles de lectores, claro. Pero eso es lo que intentamos todos. Lo que quería decir es que esperaba que no me afectasen los premios, y espero que no me afecten gravemente. Desestabilizan para escribir, pero eso en poesía tampoco tiene mucha importancia, porque es una cosa más bien de rachas.

«De los elogios uno no puede defenderse. Es fundamental para un poeta quitarse todo el narcisismo que pueda»

-Sus dos últimas obras, La gratitud y Sin ir más lejos, han recibido dos premios en cada caso, ¿tanto reconocimiento acentúa el vértigo de volver a publicar?

-Sí, pero lo decisivo es cómo enfocas la manera de escribir. Yo nunca he escrito para hacerme profesional. Es verdad que me he presentado a dos de los premios que me han dado, porque es el camino de publicación en las editoriales solventes, pero la poesía se escribe por necesidad o es mejor dejarlo. Estos libros los escribí hace mucho tiempo. Tengo cosas escritas que las dejo en el cajón cuatro o cinco años mínimo. La poesía no tiene prisa ninguna. En el ritmo de escritura y de publicación no me han afectado los premios. Sí me han causado un poco de estupor y perplejidad, porque no esperaba ninguno de ellos. En el caso del nacional de la Crítica... la mía es una poesía a contracorriente, creo que nunca han premiado un tipo de poesía así, de austeridad castellana, antimoderna, por decirlo de alguna manera. Lo mejor es encajarlos, y ya está.

-Escribe en Sin ir más lejos: «dentro de cada elogio hay / un huevo de culebra». ¿Se siente incómodo ante el halago?

-Es que de los elogios uno no puede defenderse. Y si te elogian de joven estás perdido. Yo con la crítica he tenido suerte, porque no tuve a nadie que me halagase. Es más, cuando gané el Premio Hiperión, El País solo hizo crítica del libro finalista, y otras críticas que me hicieron fueron durísimas, pero me favorecieron. También he tenido la suerte de no conocer a muchos escritores y cuando los conocía y todavía no tenía confianza con ellos me orientaron muy bien sobre hacia dónde ir en poesía. Hace muchos años que no le dejo a nadie lo que estoy haciendo, porque no me fío, porque del elogio es muy difícil sacar algo positivo. Además, es fundamental para un poeta quitarse todo el narcisismo que se pueda, y es muy difícil, porque es consustancial a la escritura. Siempre digo que la humildad, aunque sea falsa, ya vale en un poeta, porque el propio hecho de escribir poesía es una temeridad, porque intenta reproducir la creación.

-¿Esa humildad está detrás del título de su último libro? ¿Sin ir más lejos esconde la afirmación de que la poesía está en las cosas cercanas y sencillas?

-El título es un poco provocativo, entre comillas, contra la modernidad. Se entiende que la poesía es algo cosmopolita. Hay un libro hermosísimo del editor de Robert Walser, que estaba recluido en un sanatorio mental, su editor, Carl Seelig, iba a verlo y paseaban; en un momento dado le dijo que siempre pasaban por el mismo sitio, Walser le respondió que un poeta cuanto menos radio de acción tenga mayor puede ser su resonancia. Encogiendo el objeto expandes, una idea contraria a lo que es la poesía desde las vanguardias, que tiene una inflación de significado, de cosmopolitismo, de mundo, que ha sepultado toda la poesía anterior.

-En uno de sus versos habla de «oír» la tierra. ¿Sería un poeta muy distinto si no tuviese ese apego por el campo que confiesa en la obra sentir desde niño?

-Hasta mi quinto libro no me atreví a escribir del campo, porque tuve una niñez rural, pero realmente me he educado y he vivido en ciudades. Hubo un momento en que la lectura de algunos escritores, de John Berger, de Seamus Heaney, que estaban escribiendo desde sitios muy distintos, desde Irlanda, desde Francia, sobre la civilización campesina que se estaba muriendo en Europa, me llevó a pensar que tal vez pudiera intentarlo. Fue algo inducido. También en parte para darle voz a la generación de mis padres, que pudieron ir poco a la escuela. No hay un testimonio desde dentro de esa generación, que es la que levantó el país y trajo la democracia. Creo que mi poesía está escrita con conocimiento de causa, desde dentro del campo. Además, al leer a Berger y Heaney me di cuenta de que en cierto modo el oficio de la agricultura es parecido a la poesía, ‘verso’ viene del latín y significa ‘dar la vuelta al arado’, viene de los surcos.

-En un momento escribe que «las palabras pesan», que «son memoria». Las suyas en los poemas son casi un repertorio de esos términos que se pierden. ¿Es premeditado o esas palabras surgen porque las tiene interiorizadas?

-Yo voy al campo con un libro de botánica, y muchas palabras, y sobre todo expresiones, son cosas que oigo y tienen concentrada la poesía inmanente, la del propio lenguaje de la gente del campo. No hay ningún interés etnográfico. Tengo una idea feliz de la infancia, pero sé las penalidades que pasaron mis padres y su generación, porque el campo ha cambiado en cincuenta años como de la Edad Media al siglo XXI. No tengo intención de rescatar de manera idealizada ese momento, ni mucho menos. No lo hago por que perviva el lenguaje campesino, sino porque me vienen expresiones que asocio a cosas de la infancia y me doy cuenta de la poesía que tenían. A veces pongo palabras mal escritas conscientemente. Para mí decir una ‘miaja’ es mucho más que decir una migaja o una pizca.

-También habla mucho sobre la propia poesía en este último libro.

-Es el único que tiene poemas cortos, jalonando el libro, que son metapoéticos. Es algo que cada vez me interesa más. Llevo tres años recogiendo citas sobre poesía con otro poeta, llevamos miles solo de lo que leemos durante este tiempo. De la poesía se puede decir una cosa y justo la contraria. Nadie tiene ni idea de lo que es, y ese misterio hace que perviva. Nunca había escrito sobre la naturaleza de la poesía, porque es una cosa un poco técnica. No me gusta mucho la metapoética, intento que la poesía diga algo, que haya algo concreto. Un problema de la poesía es que tenga mucha poesía. Cuando leo un poema que suena bien pienso: ¿qué hay detrás? Con la metapoesía corres ese riesgo, pero en este libro me planteé: después de estos años, estás escribiendo... ¿de qué? Me costó muchísimo el primer verso: «La poesía es la conciencia». Y sigo dándole vueltas, parece que se refiere a la conciencia crítica o social, incluso a la personal, y no: la que habla es la conciencia. La sensación que tienes ante un poema, si vale, es que tiene algo más allá de la realidad.

-«Vuelvo a cuidar del poema», dice en el libro. ¿Vuelve mucho sobre lo escrito, depura, rehace?

-Una vez publicado no he tocado más que erratas, repetir el acto es un poco desvirtuarlo, me parece tiempo perdido. Pero hasta que lo publico afino mucho. Mis libros tienen un trabajo enorme de ritmo, sobre todo para acentuar. No se ve en absoluto, hay gente que dice que parece prosa; no se ve, pero se oye. Todo ese trabajo me supone más que el poema; eso y quitar, porque la sencillez no tiene fondo.

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