Mayte Alcaraz
Cuando Zapatero dio Red Bull al nacionalismo catalán
Tomar un red bull (bebida energética que creó un austriaco) da alas. Beberse unos vinos con Miguel Ángel Revilla (un intento de presidente autonómico entregado al share) debe deshidratar la memoria. El líder socialista, Pedro Sánchez, llamó el domingo, antes de las anchoas con el presidente cántabro, a César Luena para reclamarle un buen eslogan con el que colarse en el telediario y, de paso, justificar la viga separatista que el pasado viernes se introdujo en el ojo cediendo cuatro senadores a Junqueras y Puigdemont, maldiciendo la mota en el de Rajoy. He aquí el hallazgo de Luena que alumbró el domingo para alimentar la sequía periodística del fin de semana: «Rajoy es el red bull de los nacionalistas; les da alas». Y ni corto ni perezoso, Sánchez la hizo suya.
El jefe de Ferraz equiparaba así la falta de contrapartidas del Gobierno al chantaje del soberanismo catalán con algo similar a una bombona de oxígeno para sus cabecillas. Olvida -será producto de las intensas gestiones por entregar su investidura a la extrema izquierda y precisamente a los que toman red bull- que es en su árbol genealógico político donde luce por méritos propios el gran artífice de la cesión mendicante ante los nacionalistas catalanes, José Luis Rodríguez Zapatero. El día que un presidente del Gobierno español sometió su soberanía y la de los españoles a lo que decidiera un Parlamento territorial, empeñado con su Estatut en dinamitar la Constitución, escribió el epitafio a la unidad de España, que sigue maltrecha pero a salvo gracias a la responsabilidad de los que sucedieron a Zapatero.
Ese presidente, que hoy emula sin demasiado éxito a Felipe González con cenas reservadas para conspirar contra Sánchez, empeñado en ser investido tercer presidente socialista apoyado por fuerzas que quieren romper España, ha intentado abdicar de aquella infame frase en la que aseguraba que «aprobaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña». Tanto, que hace unos meses se rasgó las vestiduras en un programa de televisión: «Es verdad que la frase no fue muy afortunada. Intenté rectificar». Tarde. Tan tarde que la afrenta del soberanismo terminó con un recurso ante el Tribunal Constitucional que anuló una serie de artículos abiertamente inconstitucionales. Pasqual Maragall se quedó tan mudo como un año antes cuando tras espetarle a Artur Más lo de las comisiones del 3% de CiU no promovió ni un solo procedimiento parlamentario para demostrarlo. Tuvo que ser Jordi Pujol el que le diera la razón indirectamente con su fortuna familiar.
De esa semilla, creció el desafío ilegal que ha tenido que arrostrar el Gobierno que sucedió a Zapatero. Lo presidió Mariano Rajoy pero tanto da. Hecho el daño, la cataplasma solo podía ser resistir el envite antidemocrático y responder proporcionalmente con la ley. La tragedia ya estaba escrita a trazos infantiles por un jefe de Gobierno al que los historiadores tendrán que colocar en un lugar bien vergonzante. Su sucesor en el liderazgo socialista parece calcar los mismos patrones: un personalismo pueril con pulsiones de revanchismo histórico contra el centro-derecha. Sánchez aprendió de Zapatero que lo mejor para ser presidente del Gobierno es arrinconar políticamente al PP. Y en eso está mientras evita que en su partido lo jubilen a los 44 años.
En 2006 los socialistas catalanes votaron a favor del Estatut que dotaba a esa Comunidad de un título de nación que previamente ya le había concedido el segundo presidente socialista cuando dijo que el concepto de nación «es discutido y discutible». Luego, cuando llegó ese texto a las Cortes, el PSOE se alineó con CiU, IU, PNV, BNG y CC para aprobar con 189 votos a favor y 159 en contra (los del PP y ERC, por diferentes razones) esa ley orgánica que fue aprobada en referéndum en junio de 2006.
Curioso que desde entonces los secesionistas catalanes no han hecho más que fortalecerse hasta creerse la huera mitología en la que basan su ideario separatista. Gracias a Zapatero, hasta Artur Más se hizo independentista, después de haber asegurado que Cataluña estaba bien en el Estado. Luego, la crisis económica que Zapatero no quiso reconocer hizo el resto. En la olla del nacionalismo fue cociéndose a partes iguales la frustración con que una parte de los independentistas recibieron el revolcón por parte del TC de un texto abiertamente ilegal que impulsó el mismísimo presidente del Gobierno español y la crisis económica que el mismo responsable socialista negó sin tomar ni una sola medida para atajarlo que no fueran los recortes que le exigió Bruselas y hasta el presidente norteamericano, Barak Obama en mayo de 2010. Todo sumado a la gran falacia de que la depresión económica la agravaba la insolidaridad del resto de España. Un red bull enriquecido para los nacionalistas catalanes.