Ana Franco, la joven madre que se tragó Sevilla

Salió de casa como quien baja a hacer un recado: sin arreglar, con una chaqueta larga y vieja y un pasador en el pelo, pero no volvió

Ana Franco, la joven madre que se tragó Sevilla ABC

Isabel Miranda

Ana Franco salió de casa como quien baja a hacer un recado: sin arreglar, con una chaqueta larga y vieja de su madre y un pasador en el pelo. Fuera, la lluvia. Dentro, su madre y su hija.

—No cierres la puerta que ahora vuelvo.

Ana tenía 22 años, su hija tan solo 6 y su madre 55. Vivían todas juntas en Sevilla, hace 17 años y seis meses. Su ausencia pronto será mayor de edad, pero sus palabras son como recién nacidas para Cándida. «Lo que no puedes es conformarte cuando un día tu hija te dice que “ahora vuelve” y después desaparece».

Ese día fue el 6 de diciembre de 1997, a las 19 horas. Fue la última vez que su familia vio esos grandes ojos negros enmarcados en su cuerpo menudo. Cuando a las 12 de la noche Cándida vio que su hija no llegaba, salió a buscarla. Se dirigió a casa de un joven con quien Ana mantenía entonces una relación. Ambos se habían visto esa tarde. «Pero la dejé en el descansillo de casa hace rato», le dijo. El hombre rectificó días después: no la había dejado en el descansillo, sino en el Parque del Alamillo. Tampoco había rastro de ella.

Durante años su madre la ha estado buscando convencida de que no se marchó por voluntad propia. «Tenía pasión por su hija, jamás la hubiera dejado». Ana cuidaba de la pequeña Aroa cada día y se dedicaba a las tareas de la casa mientras Cándida llevaba el bar en la planta baja del edificio ubicado en el Polígono Norte. Ahora la habitación donde dormía Ana da cobijo a otro de sus seis hermanos, desahuciado.

Cada pocos meses Cándida vuelve por las dependencias de la Policía. Pregunta si hay algún avance. Le dicen que el caso sigue abierto y que está enquistado. Hace tiempo que no recibe llamadas con más pistas. Las ha recibido de muy diverso tipo: desde las que le daban la esperanza de reencontrarse con su hija, hasta las que le anunciaban su muerte. Así pasó tres días en Valencia, en la puerta de Correos, esperando a que apareciese Ana con un perrito. La chica se parecía a su hija, pero no era ella. Diez veces ha viajado a Madrid siguiendo alguna pista. También a Huelva o Barcelona. «He andado España entera», dice. En otra ocasión, una noche previa a Navidades, la llamaron diciendo que su hija estaba muerta y en un pozo cercano a la finca de quien fuera su novio. El Grupo de Homicidios investigó la pista con mismo resultado. Nada.

Cuando en 2009 buscaron a Marta del Castillo en el río Guadalquivir, Cándida iba a sentarse a la orilla esperando que quizá su hija apareciese. «La gente me dice que Ana está muerta, ¿pero quién lo sabe de verdad? ¿Quién sabe que está viva o que está muerta?». No puede olvidar a su hija, ni tampoco su ausencia. «Cuando llevo tiempo sin buscar me siento mal porque pienso que no estoy haciendo nada por encontrarla». Y, sin embargo, no puede hacer más de lo que ha hecho. A sus 73 años, Cándida siente que el rodillo de una vida en vilo ha pasado factura a su salud. También Aroa la ha buscado. «Ha pasado mucho. Ni comía. Pesaba 20 kilos con 15 años». Aroa sigue teniendo presente a su madre. Se ve en el nombre que eligió para su hija: Ana. Una Ana de la que no se separará.

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