Tribunal constitucional

El estigma del voto político y obediente

El Tribunal lleva 34 años tratando de sacudirse su imagen de órgano politizado, pero es misión imposible

El estigma del voto político y obediente ignacio gil

manuel marín

Treinta y cuatro años de historia contemplan al Tribunal Constitucional, creado como la última instancia llamada a garantizar los derechos fundamentales regulados en la Carta Magna de 1978 y como el árbitro e intérprete de los conflictos surgidos entre los poderes públicos. Durante su evolución, un estigma lo ha marcado de manera inexorable: nunca ha conseguido sacudirse la imagen de un tribunal fuertemente politizado. No ha sabido combatir la percepción de que las mayorías conservadoras y progresistas que van conformándolo son diseñadas por sus promotores –el Gobierno, el Congreso, el Senado y el Poder Judicial– como garantes ideológicos del Ejecutivo de turno para avalar la constitucionalidad de sus leyes, rearmar sus proyectos políticos y hasta reforzar gobiernos.

Sin embargo, pese a su papel determinante para condicionar la vida pública, el TC es un órgano profundamente desconocido para la inmensa mayoría de los españoles. Más de tres décadas después, el Tribunal sigue acosado por dos fantasmas: un alto grado de opacidad interna y una creciente lejanía institucional ante los ciudadanos. Sus magistrados han cultivado ese perfil históricamente. Es habitual observarlo como una atalaya jurídica elitista cimentada en una compleja estructura de equilibrios y pugnas internas con nula permeabilidad.

Modificar esa imagen sigue siendo la asignatura pendiente, junto con los retrasos a la hora de dictar resoluciones por su extraordinaria complejidad. Las vistas públicas que ha celebrado pueden contarse con los dedos de una mano. Sus magistrados se prodigan poco en público y sus deliberaciones internas –siempre densas y de un elevadísimo nivel jurídico– apenas trascienden porque así lo exige la ley… salvo las «fugas informativas» interesadas y cocinadas en virtud de criterios partidistas.

Obsesionado con evitar filtraciones que deterioren más el crédito de la institución, el TCtrata de mantenerse fiel a la máxima de que los jueces solo hablan a través de autos y sentencias. Pero sería absurdo negar a estas alturas que en sus decisiones jurídicas más relevantes subyace un fondo condicionado por las consecuencias políticas que pueden acarrear.

La mala imagen de politización

El TC no es un órgano jurisdiccional más. No es la última instancia o un contenedor de recursos de la justicia ordinaria. Pero reafirma o anula sentencias de los tribunales cuando conculcan derechos fundamentales o principios constitucionales. En definitiva, por sus manos han pasado todos y cada uno de los conflictos políticos que han marcado el devenir de nuestra democracia: desde la expropiación de Rumasa como aval político a la decisión del primer gobierno de Felipe González a principios de los ochenta, hasta la ilegalización de Batasuna, la anulación del desafío secesionista catalán o la validación de la reforma laboral del Gobierno del PP, quizás las dos decisiones recientes más conflictivas.

En la medida en que sus doce integrantes son propuestos por órganos políticos, es innegable que los partidos –de manera especial PP y PSOE– han controlado sin matices los nombramientos del Tribunal, bien imponiendo vetos, bien pactando inclusiones o intercambiando «cromos». Ello ha generado un inevitable vicio de sospecha de parcialidad. Es común, ante una discusión interna, que la opinión pública presuponga de antemano el voto de cada magistrado en función del criterio del partido que le propuso. Y se hacen cuentas, incluso en previsión de que haya un empate que deba ser resuelto con el voto de calidad del presidente.

Esta sensación pesa como un baldón sobre el prestigio de los magistrados, aunque no es cierto que respondan de manera automática a los criterios de los partidos. Pero la percepción de que es así en la mayoría de los casos ha venido funcionando de manera inevitable como un resorte contra la credibilidad del Tribunal, al punto de que no está precisamente en cabeza de las instituciones más valoradas por los españoles.

Bronca demoledora

El 15 de octubre de 2007, un vídeo de la entonces vicepresidenta del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, abroncando a la presidenta del TC, María Emilia Casas, durante un desfile militar con motivo de la Fiesta Nacional y en pleno debate sobre el Estatuto catalán, fue demoledor para la imagen de la institución. Se contemplaba en público lo que se suponía ocurría en privado aunque nadie pueda demostrarlo. Fue indiciario de que un simple gesto a plena luz del día es capaz de tumbar la apariencia de autonomía en el criterio de sus integrantes.

También, las denuncias de que el actual presidente, Francisco Pérez de los Cobos, había militado en el Partido Popular han cultivado esa atmósfera de politización, como antaño ocurrió con el que fuera alto cargo de Justicia del Gobierno de Rodríguez Zapatero y vicepresidente del TC, Luis López Guerra. No se trata de conductas incompatibles. Y dudar de la cualificación técnica o atribuir a los magistrados estricta obediencia política es un error que el propio TC lucha por corregir. Pero al trasladar a la sociedad, a través de campañas auspiciadas por la oposición política de cada momento, el debate entre la legalidad y la ejemplaridad –lo que es y lo que debería ser–, se contamina el oxígeno del Tribunal y se enfanga la proyección de su «marca». El daño al prestigio está hecho en una sociedad cada vez más exigente con la transparencia de las conductas públicas.

Los rebeldes con causa

La historia demuestra en cualquier caso que no siempre los magistrados responden a las directrices de los partidos que los proponen. Una de las obsesiones del TC ha sido siempre lograr la unanimidad para evitar luchas intestinas y división. Pero en la inmensa mayoría de casos «políticos» ha sido imposible. Aun así, en 2010 fueron dignas de elogio, por ejemplo, las decisiones de Manuel Aragón a la hora de desmarcarse del criterio del PSOE como impulsor del desbloqueo del Estatuto catalán, que pactaron Rodríguez Zapatero y Artur Mas a espaldas del tripartito. Aragón, avalado como juez del TC por los socialistas, provocó de facto que un tercio del Estatuto quedara anulado. Esa batalla no fue ganada por la mayoría afín a las tesis de Zapatero y generó dudas sobre la autoridad de Emilia Casas en el bloque progresista del TC. A cambio, la independencia demostrada por Aragón resultó un bálsamo para la maltrecha fama jurídica que adquiría el Tribunal.

En 2014 también fue objeto de una campaña extrema de acoso político y mediático la magistrada Encarnación Roca, a quien CiU y ERC afearon, en su condición de catalana, que uniese su voto para lograr la unanimidad del TC en las resoluciones que han invalidado la declaración de soberanía de Cataluña. En una inusitada campaña de persecución y desprestigio, esos partidos y diversas entidades rupturistas exigieron sin éxito que la Universidad de Gerona retirase el doctorado honoris causa de esa magistrada por su «traición» a la causa de la secesión.

Los intentos de bloqueo de leyes

Habitualmente el TC, en su papel de intérprete de las leyes, es zarandeado por los partidos como instrumento para tratar de bloquear o paralizar normas de los gobiernos y autonomías. De nuevo, la evidencia de su utilización partidista. Desde la legalización de Bildu y Sortu para culminar el «proceso de paz» iniciado por el PSOE para que ETA dejase de matar, pasando por el propio Estatuto catalán o el vigente desafío independentista; o la «ley Aído» del aborto –aún sin resolver hoy entre acusaciones de oportunismo político de La Moncloa pese a que fue el propio PP el que la recurrió en junio de 2010–; la reforma laboral; el euro por receta; la congelación de las pensiones; o los recortes en educación y sanidad acordados por este Gobierno desde 2012… Cualquier recurso responde a tácticas de oposición para generar conflictividad social, provocar movilizaciones y desgastar al Ejecutivo. Quiera o no, trate de disimularlo o no, el TC forma parte sustancial del juego político del Estado.

Terrorismo y división

Algunas de las más cruentas pugnas internas en el TC –también en otros tribunales– en distintas etapas se han vinculado a los diferentes enfoques político-jurídicos de la lucha contra el terrorismo. Por ejemplo, en el aval en 2007 a más de 150 candidaturas del partido ANV, considerado heredero de la ilegalizada Batasuna; en la denegación de la libertad de Arnaldo Otegi (7 votos frente a 5 en 2014); o en el tenso debate sobre la constitucionalidad de la llamada doctrina Parot para la acumulación de penas a etarras en prisión. En ese caso, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos «tumbó» esta doctrina en octubre de 2013 y desautorizó de plano al unánime TC español, provocando la inmediata y polémica excarcelación de unos ochenta terroristas, asesinos en serie y peligrosos violadores.

Retrasos y dilaciones

Con todo, no es la politización el único problema aparentemente irresoluble del TC. Es muy seria la acumulación de carga de trabajo para sus magistrados. No es lo común, pero ha llegado a tardar hasta trece años en la resolución de procesos de inconstitucionalidad de leyes polémicas que han estado en vigor –e incluso han sido modificadas– mientras se debatía su legalidad, perdiendo así el efecto real del recurso. Dos ejemplos relevantes de tardanza: los recursos contra el Estatuto catalán llegaron al TC en 2006 y no hubo sentencia hasta 2010; la ley de matrimonios homosexuales fue recurrida en 2005 y no hubo fallo hasta 2012.

En una ocasión, el TC llegó a tardar cuatro años en reconocer a un extranjero con una orden de expulsión que había sufrido dilaciones indebidas. En 2009 se fijó su juicio para más de tres años después, en 2012. Pero el TC le dio la razón transcurridos cuatro años... una vez que la vista se había celebrado y el procedimiento de expulsión había finalizado. De poco sirvió que lo amparasen. No es lo habitual, pero ocurre.

Aun así, y pese al alto grado de litigiosidad que sufre, hay aspectos positivos. El TC realiza un enorme esfuerzo por mantener los números al día. Hoy es imposible pensar en superar los 11.741 asuntos que entraron al TC en 2006. En 2013, último dato conocido, habían ingresado 7.573, en total 279 más que en 2012. A su vez, el Tribunal dictó 6.665 resoluciones, de las cuales 219 eran sentencias. La inmensa mayoría de asuntos que llegaron eran recursos de amparo (7.376), pero de ellos no se admiten el 98 por ciento. Se trata de ciudadanos que consideran vulnerados derechos fundamentales (a la defensa, a la presunción de inocencia…), pero rara vez el TC encuentra motivos realmente justificados siquiera para examinarlos.

Nuevos desafíos sociales

Trabajo no le falta al TC, que asume con la evolución de los tiempos nuevos desafíos jurídicos para interpretar cuestiones inéditas derivadas especialmente de internet y del uso cotidiano de las nuevas tecnologías, en especial cuestiones alusivas a la intimidad y la propia imagen en el ámbito mediático, laboral, profesional... Nuevos usos sociales implican nuevas leyes, y estas a su vez nuevos conflictos e interpretaciones. El TC está llamado a innovar constantemente.

El estigma del voto político y obediente

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