Tenis | Montecarlo
De paseo con Nadal
El balear, diez años después de su explosión, habla ya como un veterano. Es cercano, sensato y educadísimo en las distancias cortas
El señorial Country Club de Montecarlo respeta el silencio que exige el tenis hasta que asoma Rafael Nadal, el jugador con más gloria en la tierra del Principado. Como en cualquier rincón del planeta, el balear despierta una expectación bárbara y asume que esa pasión de la gente forma parte de su vida. La gestiona bien y de hecho la agradece.
En un domingo primaveral, Nadal cita a ABC en un territorio que conoce a la perfección. De repente, hay dudas sobre su tenis y él es el primero en reconocerlo , sincero cuando habla abiertamente de la ansiedad que le ha hecho peor jugador en este inicio de temporada. Quiere expresarse y lo hace largo y tendido, casi tres cuartos de hora sin mirar el reloj y respondiendo a todo.
A medida que uno se adentra en la riqueza impuesta de Montecarlo, con Porsches a la derecha y Ferraris por el otro costado, percibe el interés de su gente por un torneo cinco estrellas. Montecarlo es un Masters 1.000 y las calles se llenan de carteles con las imágenes de Federer, Djokovic o Nadal, un trío inigualable.
Antes de la entrevista con ABC, Nadal se entrena durante dos horas en la arcilla monegasca y acaba con buenas sensaciones. De hecho, repite que está haciendo las cosas bien y sólo espera que se refleje con resultados. No son buenos en 2015, con cinco derrotas y alejado de la cima con ese quinto puesto de la ATP.
Después de atravesar el comedor de los jugadores, repartidos a su antojo y con clásicos platos a base de pasta, ensalada o pollo, Benito Pérez-Barbadillo, jefe de prensa de Nadal, ubica a los enviados especiales de este periódico en una especie de terraza. «Será aquí», indica. Ya sólo queda esperar y enchufar la grabadora.
Antes de activar el discurso, y después de un cordial apretón de manos a modo de tenista, Nadal habla de Pau Gasol y de su excelente estado de forma en Chicago Bulls, pendiente de su amigo ahora que llega la fase decisiva de la temporada en la NBA. También se valora el difícil cuadro que le ha tocado en Montecarlo y se atusa el pelo antes de disparar.
Las respuestas son largas y medita bien lo que dice. Sabe que es un momento atípico en su carrera porque él siempre ha presumido de tener una mente privilegiada y ahora está inseguro, atacado. Levanta la ceja, mueve las manos y remarca todos los éxitos ya conquistados.
En la cita, viste un polo blanco de Nike y usa vaqueros y unos zapatos negros de Tommy Hilfiger, de quien también es imagen. Su Richard Mille luce en la muñeca derecha. Hay pocos reclamos tan jugosos como él para las marcas y explota a la perfección su imagen. Y parece estar a gusto, prudente cuando algún tema puede interpretarse de otro modo. De ahí que insista cuando algo puede entenderse mal.
Cuando acaba la charla, endereza el rumbo hacia la zona VIP del club, en donde esta citada la prensa en las clásicas mesas redondas previas a los torneos. Por ahí anda Stanislas Wawrinka, que atiende de forma individualizada, y luego llega David Ferrer, al que preguntar cuatro o cinco periodistas. En la mesa de Nadal hay «overbooking».
Habla en inglés con más soltura y confianza, ese inglés que es facilísimo de entender para el que aprende en la academia los verbos irregulares. Se amontonan las grabadoras y los reporteros más prestigiosos del planeta tenis, que viajan a cada torneo, se preocupan por su estado actual. A todos sorprende ver a Nadal tan lejos de Nadal.
Termina con la rutina, pide un zumo de naranja natural y alza el pulgar al camarero. Le rescata su jefe de prensa y pasa por las cámaras, que apuntan a la pista central con el mar del fondo, preciosa postal de Montecarlo.
Para entonces, los enviados especiales de ABC ya esperan en una carpa situada en lo más alto del recinto (autorizados por los miembros de seguridad) y el fotógrafo realiza pruebas para encontrar la mejor portada posible. Al rato, llega Nadal y se despista porque en la central hay un partido en ese momento. «Rafael, por favor, ¿me miras?». Y la cámara dispara.
En la despedida, Nadal recibe encantado en mano la carta de Lucía, una niña de 12 años que imagina ser tenista. Ahora le duele la muñeca, un dolor que Nadal conoce bien. «Que se mejore», dice mientras le firma un autógrafo y sale a la carrera. Le esperan para comer.
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