CRÍTICA DE TEATRO

«Yo, Feuerbach», de Tankred Dorst: el teatro o la vida

Pedro Casablanc interpreta en La Abadía, con dirección de Antonio Simón, una obra sobre un viejo actor

Pedro Casablanc, en una escena de la obra Teatro de La Abadía

JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN

«El teatro me ha costado la vida», afirma el actor Feuerbach, atrapado en el paréntesis de espera de una audición que puede ser la puerta a su retorno al teatro tras siete años de ausencia, una oportunidad para volver a ser el que era. Estrenada en 1986, esta obra de Tankred Dorst es un canto al teatro y sus venenos, a su capacidad para abrir el vuelo de la imaginación y proyectarlo en mil y una direcciones, a su capacidad vampírica, a su poder demiúrgico. Este Feuerbach, que el ciclópeo Pedro Casablanc asume en un pulso bestial de matices abisales, es un histrión agrietado que se devora a sí mismo, un cómico prodigioso y vulnerable que se define como «una cumbre de intensidad», un monstruo escénico atrapado en la jaula de su ansiedad vencida.

«Yo, Feuerbach» (****)

Autor: Tankred Dorst. Versión y adaptación: Jordi Casanovas. Dirección: Antonio Simón. Escenografía: Eduardo Moreno. Iluminación: Pau Fullana. Vestuario: Sandra Espinosa. Intérpretes: Pedro Casablanc

Samuel Viyuela González y Nuria García (voz en off). Teatro de La Abadía. Madrid

Espera que lo reciba el prestigioso director Lettau, una suerte de Godot esquivo que tal vez aparezca en algún momento y con el que trabajó antes de que algo le obligara a dejar los escenarios. Un joven ayudante de dirección aguarda junto a ese actor que conoció épocas mejores y del que ni ha oído hablar. Su antiguo prestigio es una moneda retirada de la circulación, una bofetada de humildad para el intérprete grotesco y desmedido, depositario de una tradición que quizás no tenga ya sentido para la generación del ayudante, entretenido con el móvil mientras Feuerbach se desazona.

El intérprete intenta arañar unas migajas de atención de ese imberbe impertérrito, encarnado de manera soberbia por Samuel Viyuela González , contrapunto de austeridad expresiva frente a la desmesura patética del viejo cómico. Una silla le sirve a Feuerbach para pasar sin transición de ser Falstaff a Ricardo III o un anciano terminal en el banco de un parque. Habla de Francisco de Asís y parece transfigurarse en Dario Fo , un filosófico bufón desatado que es, a la vez, sumo sacerdote y víctima de un oficio que lo consume en un magma donde genialidad y locura se confunden.

Hermoso, intenso espectáculo, emocionante, empapado de humor y poesía, vibrante de desazón existencial, presentado en una estupenda versión de Jordi Casanovas que Antonio Simón –¿no había vuelto a trabajar en Madrid desde su admirable puesta en escena de «Himmelweg» de Juan Mayorga en el María Guerrero (2004)?– dirige precisa y ajustadamente. A tono, la adecuada y sucinta la escenografía de Eduardo Moreno que Pau Fullana ilumina de forma expresiva.

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