crítica de teatro
«El zoo de cristal»: retorno al pasado
Silvia Marsó protagoniza la obra de Tennessee Williams

El pasado, el vívido lugar de la memoria es para Tennessee Williams (1911-1983) un territorio obsesivo que pesa decisivamente en la inspiración de una parte notable de su obra, de tal forma que en algunos de sus personajes se transparenta con nitidez la falsilla de lo autobiográfico sobre la que fueron perfilados. « El zoo de cristal », estrenada en 1944, es uno de los ejemplos más sobresalientes. La sombra del autor se proyecta sobre Tom, el narrador, cuya familia parece un calco de la de Williams: una madre ferozmente cariñosa, una hermana tímida y con problemas, y un padre ausente evocado sin afecto alguno. El dramaturgo norteamericano revisita en esta pieza, uno de sus más afinados trabajos, ese pasado familiar del que escapó; al tiempo, explicita un cálido testimonio de cariño hacia esa hermana que, en la vida real, padeció una minusvalía psíquica de por vida a causa de una lobotomía .
Amanda Wingfield es una madre sobreprotectora que, en contraposición con las estrecheces que vive en el momento evocado (los años de la Gran Depresión ), recuerda costantemente su juventud de señorita sureña de buena posición rodeada de pretendientes; a la postre, acabó casándose con el hombre equivocado que la abandonó a ella y a sus hijos. Tom, el mayor, aficionado al cine y la literatura, trabaja en una zapatería y ansía huir de ese entorno que lo ahoga; Laura, la pequeña, padece una leve cojera que angustia a Amanda, preocupada porque la joven no pueda encontrar esposo. Una situación empantanada que parece aclararse cuando Tom invita a su compañero Jim a cenar y la madre reedita sus empalagosas maneras de anfitriona de clase alta, deseosa de que el recién llegado pueda entablar una relación con Laura.
Francisco Vidal desarrolla con seguridad y delicadeza un argumento de trasfondo amargo en el que son muy importantes los matices. La escenografía de la función, una de las últimas que firmó el gran Andrea D'Odorico , está primorosamente iluminada por Nicolás Fischtel , sobre todo en la hermosísima escena en la que Laura y Jim bailan y desaparece, sublimada por la magia del momento, la cojera de ella, transfigurada al ser tratada con una naturalidad afectuosa que difumina la imagen de patito feo que tenía de sí misma. Pilar Gil y Carlos García Cortázar están estupendos en ese instante de encanto y verdad. Y también lo están Silvia Marsó , que sabe deslizar por entre las costuras del personaje de madre terrible un poco caricaturesco el inmenso amor que siente por su hija, y Alejandro Arestegui , el alter ego de Williams.
Noticias relacionadas