crítica de teatro

«Enrique VIII o La cisma de Inglaterra»: verdad histórica y verdad teatral

Sergio Peris-Mencheta encarna al monarca inglés en esta obra de Calderón presentada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico

«Enrique VIII o La cisma de Inglaterra»: verdad histórica y verdad teatral cntc

juan ignacio garcía garzón

La última obra que escribió Shakespeare (1564-1616) fue «Enrique VIII» (1613), se supone que en colaboración con John Fletcher. Calderón de la Barca (1600-1681) tenía 27 años cuando compuso «La cisma de Inglaterra». Las dos se asoman subjetivamente a la misma época del reinado del segundo monarca de la casa Tudor, por lo que la lectura paralela de ambas obras resulta muy interesante, pues cada autor arrima ostentosamente la brasa a la sardina de sus conveniencias políticas y religiosas. Como la verdad histórica no tiene necesariamente que coincidir con la teatral, ambos dramaturgos se tomaron sus licencias anticipando algunos hechos y reinterpretando otros. Si la de Bardo es una obra tardía, la de Calderón lo es de juventud y, por ello, no tiene la redondez de piezas posteriores.

Para ajustar ritmos y podar retóricas, José Gabriel López Antuñano ha trabajado mucho y bien la versión estrenada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico con una soberbia y muy plástica puesta en escena de Ignacio García, siempre atento a que el verso suene y también signifique, algo que se ha convertido en un rasgo característico de la formación gracias al trabajo constante de Vicente Fuentes; el director se ha encargado de escoger, con indudable buen gusto, las partituras barrocas inglesas y españolas que interpreta con brío y sensibilidad un trío compuesto por dos flautas de pico (Anna Margules y Trudy Grimbergen) y una viola de gamba (Calia Álvarez). La hermosa y funcional escenografía de Sanz y Coso se ajusta estupendamente a la temperatura del montaje, que cuenta con un vestuario de Pedro Moreno, todo un lujo imaginativo y de realización.

Calderón concibió un Enrique VIII más humano y menos monstruoso (hasta aparece arrepentido al final) que el descrito por el jesuita Pedro de Rivadeneyra en su «Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra», fuente utilizada sin duda por el dramaturgo para la composición de la obra. Así, presenta al Rey como víctima de sus apetitos y en constante debate entre su libertad personal y su destino regio, un monarca incapaz de gobernar el caballo desbocado de su deseo y, en consecuencia, indigno de sentarse en el trono de Inglaterra. Sergio Peris-Mencheta lo sirve con un perfecto equilibrio de matices, de la pasión desenfrenada a la reflexión íntima, ajustando admirablemente las estrofas al metrónomo de las emociones, como si no fuera esta la primera vez que protagoniza un clásico en verso.

Espléndidas también la preterida Catalina de Aragón de Pepa Pedroche, la princesa María que compone Natalia Huarte y la calculadora Ana Bolena de Mamen Camacho. El malo de la función es el cardenal Volseo, al que Joaquín Notario otorga una presencia de autoridad orgullosa que gradúa hasta desembocar en desgarro de la caída en desgracia. Notables el embajador francés de Sergio Otegui, el Tomás Boleno de Chema de Miguel y el aya Margarita Polo de María José Alfonso, a la que es un placer volver a ver sobre un escenario. Y mención aparte para el bufón Pasquín bordado por Emilio Gavira, que sabe enhebrar en el envite la locura jocosa y la acidez crítica.

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